Revista Crítica de Historia de las Relaciones Laborales y de la Política Social


ISSN versión electrónica: 2173-0822


TRADUCCIÓN AL CASTELLANO DEL FOLLETO DE LOUIS-JOSEPH JANVIER, «HAITÍ PARA LOS HAITIANOS», PUBLICADO EN PARÍS EN 1884: UN ALEGATO DE REIVINDICACION SOCIAL Y POLÍTICA

Diana Lucía MARTÍN SOLÍS

Resumen: Louis-Joseph Janvier fue un periodista, historiador, novelista y diplomático haitiano nacido en Puerto Príncipe el 17 de mayo de 1855. Provenía de una familia de confesión religiosa protestante de Morne-à-Tuf. En un primer momento se decidió por estudiar la carrera de Medicina, estudios a los que dio comienzo en Haití, continuándolos luego en París, donde alcanzó el doctorado en 1881. Dos años más tarde, se licenció en Ciencias Políticas y en Derecho en Lille. A partir de ahí hizo del Derecho y de la Política su verdadera vocación. Formó parte como miembro, a partir de 1882, de la Sociedad de Antropología de París. Instalado en la capital de Francia se dedicó a escribir sobre la historia y la política de Haití varios artículos, que luego recogía en folletos o libros. Tuvo competencias diversas en la representación diplomática de Haití en la capital británica desde 1895 a 1903. Regresó más tarde a Haití, aunque su fallecimiento se produjo en París el 24 de marzo de 1911. Defiende a la población haitiana en sus escritos con rigor y contundencia.

Palabras clave: Louis-Joseph Janvier, Haití, Revolución, París, Londres.

Tibi semper

Durante la revolución, cuando los que renegaban de casi todo te escupían a la cara, –en el momento en que los indecisos no se atrevieron a mediar palabra, yo no tuve miedo de levantar la voz en tu favor;
Ahora que la calma ha vuelto –y para que permanezca– te suplico que escuches de nuevo al que viene aquí a cumplir su deber como hijo piadosamente agradecido,
Louis-Joseph Janvier

Advertencia

Primero y ante todo, soy haitiano. Las circunstancias me obligan a situarme aquí, en un punto de vista estricto y egoístamente haitiano. Que los que me lean y quieran discutir o comentar mis opiniones no me presten otros pensamientos que aquellos que están claramente expresados aquí. Que sobre todo «mis hermanos del otro lado» –para utilizar la palabra del cronista Ch. Desroches– que querrán citarme para combatir mis ideas, quieran abstenerse de truncar mis frases o de aislarlas, con el fin de hacerme decir lo contrario de lo que he escrito.
Una nación debe salir de toda guerra civil más enérgica, más sabia, más unida, más fuerte para entender todas las verdades y todas las revelaciones.
Estos cinco artículos debían aparecer en intervalos distantes en el periódico: La Nation.
El tiempo apremia. Los reúno. Mediante estas simples palabras lo explico todo: forma y fondo.

Los codiciosos y los cándidos (15 de mayo de 1884)

Los primeros son zalameros, amables y encantadores. Llegan de todos los rincones del globo o son renegados de Haití.
Quien se toma la molestia de escucharles, prometen el oro y el moro. Uno pide La Gonâve; el otro tiene vistas sobre La Tortuga; éste querría que se le dejara en toda propiedad el subsuelo haitiano; ese sueño de llenar el país de azucareras, ferrocarriles, diques, canales, telégrafos, acueductos, puentes y faros.
Todos, sin embargo, son pobres como ratas de la iglesia.
En sus cartas privadas o incluso cuando están juntos, nos llaman pueblo de monos, argumentan que no somos capaces de nada por nosotros mismos y que es necesario poner al extranjero a la cabeza del país.
Eso impulsa la impertinencia hasta ofrecer sus buenos oficios para servir de intermediario en el efecto de situar Haití bajo un protectorado extranjero. Estas tonterías, estas mentiras y estas insolencias hacen que nos suba la sangre a la cabeza.
Tenemos que tomar precauciones; no tenemos que aventurar nada, ni contraer nada al azar, a ciegas, en la sombra, a toda prisa, al galope. La dura lección que hemos recibido en los últimos cuatro meses de este pasado año debe beneficiarnos. Los que comieron en nuestra mesa el día anterior, incluso aquellos que, siendo de nuestra raza, se llamaban a sí mismos nuestros hermanos y fueron tratados como tales, los que nos insultaban y nos han hecho calumniar lo más cruelmente al extranjero.
Son hermanos equívocos en los que no hay que confiar. En nuestros días de felicidad ellos se creen más haitianos que nosotros; nos empujan contra los europeos con el fin de que les demos todo solo a ellos, pero en nuestros días de desgracia su actitud cambia con respecto a nosotros. Demasiado a menudo entonces, resulta que los europeos y los continentales parecen más nuestros hermanos que ellos.
Pongo aparte a los extranjeros que se han casado con nuestras hermanas. Son medio hermanos que hay que cuidar, pero, hasta el día en que se naturalicen como haitianos, de forma razonable, políticamente no podemos concederles más que una semi-confianza.
En un momento dado, nada les impedirá a unos y a otros reclamar y conseguir de sus respectivos gobiernos una intervención armada en su favor. Es entonces cuando los cándidos tendrían que arrepentirse de su franqueza. Sería demasiado tarde.
La Gonâve es una posición estratégica de gran importancia. Es la política más básica que haya sido arrendada por los haitianos y explotada solo por ellos.
Lo mismo puede decirse de La Tortuga. Del Muelle Saint Nicolas se puede hacer un puerto franco, jamás una ciudad libre.
El puerto franco, permanece; la ciudad libre, se nos escapa.
No podemos, sin vergüenza ni humillación, abdicar nuestra soberanía sobre ningún punto del territorio; no podemos darnos una bofetada a nosotros mismos pareciendo admitir que nos es imposible gobernarnos, que somos incapaces de garantizar la seguridad sobre nuestro suelo.
Tómalo o déjalo: que aquellos que no confían en nosotros se queden en sus casas.
Los cándidos temblaban en su piel durante la tempestad. Son codiciosos en su género, codiciosos nerviosos. Deben hacerles comprender, y duramente, que los intereses sagrados de la nación prevalecen sobre los de algunos individuos. Que trabajen lentamente; que ahorren y esperen. Su pesimismo es ciego; su simplicidad y su credulidad son tan pueriles como peligrosas. Todo bien considerado, nuestras minas y nuestras canteras, los bosques de nuestras islas adyacentes, los explotaremos sin ayuda, más tarde, en la persona de nuestros hijos.
La herencia que nos transmitieron los haitianos de antaño, debemos mantenerla pura de toda hipoteca, libre de todo contrato humillante, con el fin de transmitirla intacta a los haitianos venideros.

La consigna (19 de mayo de 1884)

Antaño, Polonia tenía la rabia de confiarse de los extranjeros, de los rusos y de los prusianos. Eso fue lo que la mató.
Hace cincuenta años Egipto pertenecía aún a los egipcios.
Desde el reinado de Mehmet Alí, los egipcios han contraído una singular enfermedad que podríamos llamar la furia de la civilización.
Al igual que la palabra liberal, la palabra civilización ha estado tan desviada de su significado, tan acomodada en todos lados que se convirtió en elástica, banal y carente de sentido.
Al igual que los niños que querían convertirse en hombres en un solo día, los egipcios, tratando de crecer demasiado rápido, pidieron prestado mucho dinero a los europeos y les dieron el derecho de construir en su país. Construyeron espigones, muelles, faros, acueductos, esclusas, ferrocarriles, elevaron los diques y cavaron canales de manera que un día los egipcios se despertaron bajo el mando de Inglaterra.
Antaño les azotaban en nombre del Corán, pero al menos los pachás que los despojaban habían nacido y vivían entre ellos, hablaban la misma lengua y profesaban la misma religión que ellos. Hoy han bombardeado e incendiado sus ciudades; o les chantajeaban y les azotaban en nombre de la Biblia. ¿Son así más felices? Al contrario. ¿Cuándo acabará esto? Nadie lo sabe.
El dinero extorsionado a los campesinos de Francia e Inglaterra nunca ha servido a la burguesía de Egipto, nunca ha beneficiado al campesino egipcio, al felah .
Los haitianos han imitado demasiado a los polacos del siglo pasado. Algunos querrían llevarles a imitar a los egipcios. Protesto.
Los haitianos tienen más capital del que se imaginan. Todo consiste en hacer salir estos capitales de los escondites donde se encuentran, de bajo tierra. Para esto, es necesario tranquilizarlos garantizando la paz, disciplinarlos creando cajas de ahorros, utilizarlos por las bancas populares, las instituciones de crédito puramente nacionales.
Saber esperar es la sabiduría suprema. Confiar en uno mismo es la más grande de las fuerzas.
El campesino haitiano hará bien en no confiar más que en sí mismo, si no quiere ser comido, explotado, presionado y finalmente masacrado un día por los buenos habladores que, venidos de los cuatro puntos cardinales, vienen en este momento a honrarlo, engañarlo con vanas y engañosas promesas.
E incluso si el Parlamento otorga concesiones de tierras para su uso para explotaciones industriales y agrícolas, estas concesiones de las profundidades de la tierra deben hacerse en favor de los haitianos; y es por esto que sea expresamente estipulado en los contratos que, bajo ninguna circunstancia, en ningún caso, estos haitianos no podrían transmitírselos a los extranjeros. Si estos extranjeros nos quieren tanto como nos querrían hacer creer, que se naturalicen haitianos.
Por el pasado, podemos prejuzgar el futuro. Procuran humillarnos, nos despojaron y nos saquearon; nos han puesto y nos ponen cada día el puñal en la garganta; nos amenazaron y nos amenazan en nuestra independencia porque tenemos una deuda de cuarenta millones; difundieron por todas partes la noticia de que éramos salvajes, con el fin de intimidarnos y chantajearnos más; aquellos que nos lamen la mano en nuestra casa nos llaman monos en Europa.
Acuérdate de desafiarte a partir de ahora, pueblo haitiano. No olvides el ultimátum de septiembre y sé prudente.
La pobreza en sí vale más que la riqueza que producimos para los otros. No hay más que codiciosos y cándidos, los codiciosos y los ingenuos que pueden presumir y creer lo contrario.
¡Haití para los haitianos! Así es como lo interpretaban nuestros antepasados. Es también lo que quiere la raza negra.

Nuestros buenos amigos (29 de mayo de 1884)

Viven entre nosotros numerosos, pequeños, serviles y llanos. Nos cuentan mil alabanzas, nos hacen mil caricias. Cuando los necesitamos, se deslizan entre nuestros dedos, luego nos calumnian, nos ridiculizan o nos insultan lo mejor que pueden.
Todos ellos aspiran a dominarnos. Los contratos que nos presentan contienen mil trampas y peligros donde nos dejamos atrapar. Cada contrato siendo de interés general debe ser discutido por la prensa, conocido por todos. La consigna: nada a los extranjeros a propósito. Es excelente informarse, de elegir, con el fin de no tener que arrepentirse.
No tenemos el derecho de obligar a las futuras generaciones para el placer de algunas buenas almas poco clarividentes, demasiado crédulas o demasiado deseosas de disfrutar.
Sobre los asuntos que pueden motivar más tarde intervenciones extranjeras, como aquellas que mataron a Polonia y como las que matan en este momento Egipto, los haitianos tienen el deber de ser serios.
Cuando vendrán, nuestros buenos amigos, las palabras melosas en los labios, les diremos con dulzura pero con firmeza: queremos estudiar los contratos con el fin de discutirlos mejor. El futuro de un país no es algo de poca importancia y con la cual haya que bromear. Denos tiempo. Encontramos peligroso confiarnos siempre de antiguos quebrados o de caballeros de la industria. Queremos saber el fondo de las cosas. Ellos dejarán al Parlamento el tiempo de recogerse, y al país el tiempo de consultar a sus niños que, viviendo lejos de él, por él o para él y pensando solo en él, no ignoran nada de lo que se dice de él y de lo que conspira contra su existencia.
Y estos le gritaran: Desconfíe de los artesanos.
Confiad solo en vosotros mismos. La tierra haitiana debe ser libre. Que ella se pueble. Que la nación espere y crezca lentamente, como han esperado y crecido aquellas que hoy son las grandes naciones.
Nuestros buenos amigos aullarán, insultarán y se irán a otra parte. Dejaremos que lo hagan. Lo que importa ante todo, es que en la Haití autónoma e independiente, los haitianos sean los únicos dueños.
Todo lo contrario a esta doctrina no es más que un peligro o una quimera.

Toque de corneta (10 de junio de 1884)

Ya que los pesimistas y los imprevisores, los sentimentales y los soñadores piden a gritos que el país, librándose de las garantías más prudentes que aseguran su independencia, abra sus puertas de par en par al extranjero; ya que financieros sin mandato se van por el mundo a mendigar para Haití un protectorado u oro, es urgente llamar la atención de patriotas altruistas, ciudadanos experimentados y preocupados por la dignidad nacional, mentes ponderadas y perspicaces totalmente apasionadas por el honor colectivo, sobre lo que pasa actualmente en Estados Unidos.
Aquello en lo que se resume y se encarna la política de Monroe, Adams y Grant, M. Blaine acaba de ser elegido como candidato republicano por la Convención de Chicago, para reemplazar a M. Arthur en la residencia de la Confederación Estrellada. No hay duda que el voto de Chicago no sea ratificado, para que la elección no se vuelva definitiva en Washington.
M. Blaine, antiguo secretario de Asuntos Exteriores, siempre se ha mostrado gran predicador de la hegemonía de Estados Unidos sobre toda América. Su ardiente deseo de intervenir en los asuntos de Perú y de Chile forzó al presidente Arthur a separarse de él y a llamar en su lugar a M. Frelinghausen, para dirigir el departamento de Asuntos Exteriores.
Retirado del poder, M. Blaine jamás ha renegado de su política. Al contrario, la acentuó y la amplió. Es el autor del artículo del programa republicano aceptado en Chicago y que traduce las palabras de Monroe y Adams: América para los americanos.
Este artículo rechaza de la manera más formal y enérgica cualquier intromisión de las naciones europeas en los asuntos del continente americano y de sus dependencias.
En cuanto a Haití, hay que temer que el futuro presidente americano, que siempre ha reclamado y que reclamará el voto de créditos fuertes para la marina federal, no quiera retomar de inmediato contra las Antillas independientes, la política de anexión del presidente Grant y de Frederick Douglass.
Es excelente advertir a algunos cándidos que, cada día, se desgastan los dientes contra el artículo 6 de la Constitución de Haití, es bueno que advirtamos a estos imprudentes que querrían hacernos renegar, sin razón ni precaución, la admirable política de nuestro liberador, que M. Blaine es muy popular entre sus compatriotas, porque, aunque su país no tenga nada que temer de Europa, este político ha insertado en el programa político de la Convención de Chicago una cláusula en virtud de la cual se prohibirá a los extranjeros adquirir propiedades territoriales en los Estados de la Unión.
Según la declaración de sus electores, su doctrina y solo la suya está conforme con la doctrina que profesaban los padres de la Independencia de Estados Unidos.
Hemos repetido cien veces, en todas partes, en todos los tonos, que la autonomía de las repúblicas latinoafricanas de Haití estaba amenazada perpetuamente por su poderosa vecina anglosajona.
Nosotros, haitianos occidentales, tenemos total admiración y simpatía por la república federal, pero no queremos para nadie en el mundo que la isla de Haití se convierta en una colonia o incluso en un Estado de la Confederación del Norte. Durante ochenta años solamente, somos los dueños en nuestra casa. No queremos en absoluto contravenir, descender, ser siervos ni vasallos.
¿Qué tenemos que ver en la grave conjetura que anuncia?
Rechazamos claramente toda idea de protectorado político allá de donde pueda venir.
Si ofrecemos ventajas políticas muy considerables, favores demasiado marcados a tal o cual potencia, las otras se considerarán odiadas, perjudicadas y seremos hostiles. Es así como hay que explicar la actitud actual de Inglaterra con respecto a nosotros. No exageremos más las cosas.
Por otro lado, si por una razón u otra, las potencias autorizadas dejaron romper el equilibrio de las Antillas en beneficio de Estados Unidos, habrían renunciado implícitamente a las Indias occidentales, y cometido un error irreparable. Serían castigados por eso, antes de cincuenta años, por la pérdida de sus colonias en el Mar Caribe.
Un protectorado económico, tan ligero como se pueda desear, y de dondequiera que sea ofrecido, no sería solo humillante sino también ineficaz, peligroso y quizás ruinoso. No nos tienta en absoluto.
Lo que hay que hacer, digámoslo sin ambages. Debemos replegarnos sobre nosotros mismos, recogernos.
No debemos concluir el tratado de comercio con nadie, porque, incluso si estipulan a nuestro favor el tratamiento de la nación más favorecida, en el fondo, estos tratados de comercio serán onerosos para nosotros y beneficiosos para otros.
A menudo, por otra parte, nos servimos de estos tratados para matar la independencia de tal pequeño país, Camboya, por ejemplo.
Esto no es para complacer a nuestra nación como gran potencia comercial, ya que Francia, por ejemplo, que comprende tan bien el interés del número más grande, que se niega a proteger sus azúcares coloniales y metropolitanos a costa del consumidor francés, e iría a modificar y revolver las tarifas aduaneras, con el fin de disminuir los derechos de importación del café Haití, dada sobre todo la cantidad relativamente mínima de este café que encuentra compradores en las plazas francesas.
Debe tenerse bien presente en la mente que el mercado francés está abierto actualmente a todos los países del universo que producen café, lo que no pasaba en el siglo XVIII, hasta esta época existía el Pacto colonial, que los productos de la colonia se vendían todos en los mercados de la metrópolis; que estos productos bastaban entonces para el consumo, el cual estaba restringido, si queremos compararlo con el de nuestros días. E incluso si Haití obtenía por sus cafés una reducción de la tarifa francesa, favorable en cierto sentido, les sería desfavorable en otro. Encontrando una salida abierta a él en tales condiciones, el café de Haití tendría que beneficiarse menos de lo excitante de la competencia.
En lugar de mejorar para volver a ser el café fuerte de antaño, el café rey del siglo XVIII, el café nutritivo y fuerte que ha calentado la médula de los filósofos de la Enciclopedia, el cerebro de los padres de la Revolución francesa, cada vez estaría menos cuidado por su productor, cada vez más desprestigiado, despreciado por su consumidor. Perdería su reputación. Ahora bien, desde la Exposición universal de 1878 y desde la que se acabará de cerrar en Ámsterdam, el café de Haití comienza a reconstruirse una reputación.
Es la lucha que hace el combatiente. Para que el campesino haitiano sea rápidamente un hombre completo, hace falta que lo levantemos valiente y le demos la posibilidad de mirar de frente a todos los campesinos del mundo. He aquí por qué tiene que aprender a conocer sus derechos y deberes.
Es la batalla económica la que obligará al campesino haitiano a trabajar el suelo, con el fin de que nuestro país pueda competir, en este punto, con Brasil, Venezuela, La Martinica, Ceilán y San Salvador.
Aquí el libre cambio hará la riqueza. El monopolio mataría.
No podemos introducir el monopolio en nuestra casa en favor de ninguna potencia extranjera, porque el monopolio, abolido incluso por las metrópolis más arraigadas, sería una medida tanto odiosa como pueril, tan vejatoria como tonta; porque hoy día cada uno sabe que tiene que renunciar a lo absoluto sobre todo en economía política; que hay que hacer libre cambio o protección, o las dos a la vez según lo exijan los intereses del país; porque, ahora más que nunca, el monopolio es contrario a todas las ideas sanas de política democrática y de dignidad nacional; porque en lo que nos concierne directamente, mataría a nuestro comercio, nuestra agricultura, matando nuestra fuerza de iniciativa y nuestra expansión juvenil.
Antaño, en el siglo XVIII, Francia alimentaba a Haití de su trigo. Hoy en día, Francia compra una gran parte de su trigo en Estados Unidos, porque el hectólitro de trigo producido en Francia por el campesino francés cuesta 23 francos con 50, mientras que el hectólitro de trigo produce en Estados Unidos por los campesinos americanos no vale más que 17 francos. La marina mercante de la República federal transporta este trigo barato: también el trigo americano inunda los mercados de Europa. Si Haití debía abastecerse de trigo francés, es el consumidor haitiano quien tendría que sufrir la estupidez de los legisladores que le habrían impuesto el monopolio, el cual, aquí, sería realmente insensato y monstruoso. Es importante también tener en cuenta este hecho: no importamos de Francia casi ningún producto de primera necesidad. Pongo a un lado los libros: producto superior, más que humano. Importamos sobre todo mercancías de lujo: telas finas, artículos de París y artículos de aseo. Los comestibles, salazones y harinas que consumimos en nuestras casas, nos los proporciona en muy gran parte Estados Unidos; las telas gruesas, los pañuelos de algodón que producen nuestros campesinos, nuestros artesanos, los compramos sobre todo en Estados Unidos, en Inglaterra, en Alemania, así como nuestros instrumentos para el arado.
Solo con Estados Unidos, ya hacemos más de la mitad de nuestro tráfico de importación.
Estos hechos son el resultado de leyes que no son en absoluto artificiales y contra las cuales, las pequeñas leyes votadas en el Parlamento y a ciegas, no sabrían prevalecer.
Aquí todavía el monopolio concedido a una potencia que produciría en condiciones menos favorables estas cosas esenciales, estos artículos indispensables para la existencia del ciudadano haitiano, el monopolio sería fatal y desastroso para Haití.
Sería el desatino supremo deshacerse de un avasallamiento económico para recaer sobre otro más oneroso, más pesado y más estrecho. Un país que se respeta no puede salir de una servidumbre económica creando en él solo industrias nacionales abasteciéndose así mismo de lo que compraba fuera.
Es hacia este fin en el que hay que concentrar todos nuestros esfuerzos. Ahora bien, no se pasa de una fase industrial solo perfeccionando su agricultura, para enriquecerse primero en cierta medida, luego, para aclimatar en su casa después de haber introducido las industrias extranjeras. Ningún país ha escapado de esta evolución porque es natural y necesaria. Es la única que es razonable y seria.
Además, la política de Estados Unidos nos es benevolente. Lo hemos visto sobre todo a lo largo de curso del año pasado, sobre todo el 23 de septiembre. Pero esta no es una razón para nosotros para mostrarnos sentimentales, ni para que volvamos a coger uno por dar el otro . Hagamos de la política científica, política de intereses. Quedémonos, primero.
¿A quién le dijo el pueblo haitiano que abdicaba? ¿A quién confió que no podría hacer nada por sí mismo? Nuestros padres, me parece, crearon ellos solos la nación haitiana, ellos solos, sin préstamos, pagaron el oro que había producido sus sudores el derecho de vivir independientes; nos dejaron esta esquina de tierra con el fin de que hubiera un sitio en el mundo donde no se puede escupir impunemente en la cara de la raza negra. Mantengamos las tradiciones. Ya que tenemos que nacer y crecer totalmente solos, material e intelectualmente, podemos vivir y crecer totalmente solos, materialmente.
El hombre se conquista por el cerebro. Nosotros damos a Francia el cerebro de nuestros niños. Ella lo siembra con sus ideas. Basta. Nosotros hacemos el resto.
Hay que distinguir por otra parte. Hay una gran Europa: la que constituyen Diderot, Condorcet, Grégoire, la gran Constituyente y la Convención; la de los filósofos, pensadores, emancipadores y amadores; la de Michelet, Schœlcher y Pierre Lafitte; la que nos dice: Os emancipamos el cerebro para que lo pongáis un día en la cabeza de la raza negra. Hay otra: la de algunos pequeños traficantes que nos insultaron estos últimos meses. Tienen en sus venas otra sangre, como la de los celtas, los tectósagos y los burgundios; nacidos a nuestro lado, o en nuestra casa, o lejos de nosotros, estos cazadores del millón venderían el universo para pagarse unas chicas. Al principio lo dimos todo, comenzando por darle nuestras escuelas; contra la segunda, por muy latina que sea, se le permite prevenirse tanto como nosotros nos prevenimos contra los anglosajones. En lugar de lloriquear y mendigar, seamos sabios, pacíficos, y produzcamos.
Debemos abstenernos de arrendar La Gonâve y La Tortuga a extranjeros de los que no se está seguro del lugar de domicilio real.
Sea cual sea la nacionalidad a la que dicen pertenecer, no hay que ponerlos a la vanguardia de nuestra patria.
Tal alimenta la esperanza de robarnos La Gonâve como nos quitaron Navaza.
Tenemos por estricto deber pararnos sobre la pendiente fatal de las concesiones de las empresas financieras o industriales para los individuos que no son o dejan de ser haitianos, que solo parecen no tener una nacionalidad bien definida en el momento de reivindicaciones más inocuas y cínicas.
Debemos aumentar la vigilancia en torno al Muelle Saint Nicolas. A lo sumo, podemos crear un puerto franco en la punta de la península del noroeste; pero sería la falta política más grande para erigir el Muelle Saint Nicolas en la ciudad libre. Una ciudad libre es un Estado independiente. Se invita a saberlo. ¿Qué necesidad hay de crear un estado dentro del estado? ¿Qué razón tenemos nosotros de dispersar nuestro patrimonio nacional? ¿Y sobre todo de deshacernos de las mejores piezas?...
No pidamos prestado ni un céntimo ni un doblón, ni a Estados Unidos ni a ninguna potencia transatlántica.
Inauguremos una política financiera puramente nacional. Podemos y debemos. No unifiquemos nuestras deudas. Es excesivamente importante. Al lado de las contribuciones indirectas, establezcamos impuestos directos. Pidamos los capitales que necesitamos al ahorro haitiano creando cajas de ahorro, y, con ellas, bancos populares para los campesinos y los artesanos.
Mostremos que tenemos fe en nosotros mismos concentrándonos en nosotros. Aquellos que no tienen confianza no sabrían inspirar sobre eso. Dejemos decir a los escépticos y a los temblorosos, pero actuemos por el elemento de Haití.
En lugar de dejarla ponerse nerviosa por el veneno de los consejos cobardes, ablandarse en las renuncias que preconizan los espíritus apáticos, vendemos nuestra fibra nacional. Tengamos en el corazón el vivo y claro amor de los intereses de la patria. Aconsejémonos los unos a los otros la sabiduría, la paciencia, la abstención de las oposiciones mezquinas y ariscas. En el curso de los debates de los asuntos públicos, pongamos a un lado toda la amistad personal, toda la influencia de la familia y todo el amor propio individual. Veamos menos al individuo y a la familia; no veamos más que al Estado y la nación. Ahoguemos todo pensamiento borrando todo rastro de guerra civil, pero preparémonos para reprimir viril y despiadadamente, por los medios científicos, toda tentativa insurreccional que pudiera producirse.
La riqueza es hija del crédito; el crédito no puede nacer más que en la sombra de la paz, la seguridad y la estabilidad. Lo que antaño hizo la prosperidad de Santo Domingo, no son ni los préstamos, ni las ciudades libres, ni los puertos francos incluso, ni el monopolio; el monopolio por el contrario impidió a esta colonia de tomar toda su extensión y su expansión; lo que hizo esta prosperidad al principio fue esto: la paz y la pequeña propiedad, es decir la iniciativa privada, el aprovechamiento directo por el individuo dueño del suelo, el capital personal; luego, más tarde, en una época más cercana a nosotros, la paz todavía, la gran propiedad y la esclavitud.
Mientras que el régimen de las grandes plantaciones era la regla, veinticinco mil esclavos morían todos los años, asesinados por un palo o en las torturas. Sin lo cual, en esta época, no se había producido nada, nadie había trabajado. Hay que volver al sistema de la pequeña propiedad, tanto en las montañas como en las llanuras. En un país como el nuestro, desde los puntos de vista del clima y del sistema político, es el más racional. Hay que parcelar las grandes viviendas que pertenecen al Estado.
Por encima de todo, volvamos a poner la tierra en la mano del campesino. Sobre este punto, no escuchemos en absoluto las palabras de los retrógrados; aquí, cada minuto de retraso es una falta económica y una falta política. Intentemos también convertir el país al protestantismo, haciéndole sufrir una rápida evolución del fetichismo hacia el catolicismo, del catolicismo hacia el protestantismo, tan rápido, tan transformadora, tan beneficiosa como la que vive Suecia de Gustave Wasa a Gustave-Adolphe.
El protestante es ahorrador, respetuoso con la ley, enamorado de los libros, amigo de la paz, rico de esperanza valiente y de perseverancia. Él cuenta consigo, sabe capitalizar lo material y lo inmaterial. Suprime el carnaval, las fiestas tan numerosas como costosas y que, fatigantes, disminuyen su fuerza de productividad como obrero o como padre. El dinero católico es un mito.
Las naciones soñadoras, dormilonas, imaginativas, pronto desanimadas, despilfarradoras, son católicas. Se quedan pobres o se arruinan en poco tiempo, son decadentes pronto.
Todo aquel que negocia, cultiva, fabrica, gana, se enriquece y prospera, es protestante.
Todos los grandes filósofos lo dicen y la historia lo prueba, el Ayúdate a ti mismo y el Cielo te ayudará, he aquí la gran espada.
Con el protestantismo cada uno aprenderá a conocer sus derechos y sus deberes.
He aquí la política a seguir. Es la de los sanos y los valientes. Es la grande, es la buena, es la científica. Es aquí donde está la salvación y no en otra parte.
La nación haitiana está prevenida.
La amenazan por todas partes, unos cínicamente, otros hipócritamente. Conspiramos, tramamos, hacemos un complot contra ella, unos a la luz del sol, otros en la sombra.
Habiendo pagado muy cara su independencia: por su sangre, su dinero, su resignación a no ceder bajo las calumnias y bajo las injurias, debe querer conservarla completa, absoluta y entera.
Si ella quiere vivir, que vele por sí misma. Que vele sin tregua, noche y día.
Lo que decimos aquí debe permanecer incrustado en el alma de cada campesino y de cada pensador, en el cerebro de cada soldado y de cada publicista, presente en la memoria de cada diputado, de cada ministro y de cada senador.
Que el ciudadano cumpla su deber con el fin de que la nación no deje nada al azar. Ahora bien, es dejar todo al azar, a lo desconocido, desarmarse o no desarmarse.
Una nación no puede vivir de forma independiente, puede crecer por sí misma salvo que, en cualquier momento, cada uno de sus hijos cogidos por separado, individualmente, demuestran el orgullo, la nobleza y la imperiosa voluntad.

Nuestras islas adyacentes (15 de junio de 1884)

Cuando se vive rodeado de enemigos, de trampas de todo tipo, no se sabrían tomar bastantes precauciones contra las sorpresas.
Generalmente se ignora que en Estados Unidos existe una Ley de 12 de agosto de 1856, en virtud de la cual toda isla abandonada se convierte en propiedad del ciudadano de la Unión americana que la ha descubierto o que la ha tomado en posesión.
Si esta isla es rica en yacimientos de guano, en lugar de ser la propiedad de uno o varios ciudadanos, puede ser declarada propiedad federal, territorio de la Unión.
Este Proyecto de ley se hizo en una época en la que las islas ricas en guano comenzaron a llamar la atención de los americanos, los cuales necesitaban este abono para abonar sus tierras y para fertilizarlas.
Todos los estados soberanos que tienen tradiciones, siempre se negaron a admitir la legitimidad de las pretensiones desenvueltas formuladas por los Estados Unidos.
Nosotros, los haitianos, no nos ocupamos lo bastante del pasado y demasiado poco del futuro. Fallo doble. Y muy grave.
El ejemplo de la Isla de Navaza debería ponernos en guardia y alarmarnos. Alto Velo, Beata, La Tortuga y La Gonâve son islas ricas en guano.
En el supuesto de que, por ahora, no se puedan explotar inmensas cantidades, sería bueno, en un fin de política conservadora, que estas islas fueran ocupadas con fortaleza y seriedad.
Se sostiene, sin suficiente razón, que Beata y Alto Velo no nos pertenecen en absoluto. Se equivocan. Antaño estas islas estuvieron primero bajo la dependencia francesa en lugar de bajo los españoles, mientras que estos dominaban en Santo Domingo. Desde 1844 hasta hoy no hemos renunciado a ellas. Están situadas casi en nuestro mar territorial, demasiado cerca de nuestras costas, demasiado cerca de Yáquimo para que dejemos ondear allí cualquier otra bandera que aquella que ondea en Puerto Príncipe.
Sería una medida prudente si se fundasen allí colonias penitenciarias, o condenados políticos que se encargaran de explotarlas. Ellas los cultivarían, o por lo menos pescarían en sus aguas, con el fin de que quedara bien demostrado que lo vemos como perteneciente a nosotros.
La Gonâve esconde la entrada de la rada de Puerto Príncipe, la vigila y la defiende. La Tortuga concierne a Port-de-Paix, que dirige la ruta de desembarcos y el Paso de los Vientos.
No se debe olvidar en absoluto que cuando los filibusteros se asentaron en esta última isla, en el siglo XVII, solo lo hicieron porque fue abandonada por los españoles, los cuales solo entonces podían reivindicar la legítima propiedad.
Los americanos no se molestaron en ocupar Navaza, no se molestan en absoluto en negarse a restituirla, aunque no puedan extraer guano. Ahora que procuran a toda costa tener en su posesión todas las avenidas, todas las claves del futuro canal de Panamá, posiblemente no retrocederían ante la idea de poner la mano sobre La Tortuga.
Los americanos tienen formas peculiares de entender las cosas. Mediante un comunicado oficial que enviaba al gabinete de Londres con fecha de 24 de junio de 1881, M. Blaine, entonces ministro, ya dio a conocer que el gobierno de Estados Unidos se reservaba solo el derecho de proteger el canal interoceánico. Con el apoyo de la tesis que sostenía, el futuro ocupante de la Casa Blanca redactó un tratado concluido en 1846 entre Nueva Granada y la República confederada del Norte.
Inglaterra respondió que ella se basaba en las estipulaciones de un tratado firmado en 1850 por Clayton y Bulwer, el cual garantiza la neutralidad del canal en todo momento; los americanos dieron a entender claramente que no tendrían en cuenta el tratado Clayton-Bulwer y que el canal se consideraría como parte del territorio costero de Estados Unidos.
¡Hecho significativo! Lección aprendida.
Sería deseable que solo los haitianos pudieran ser concesionarios de La Tortuga y de La Gonâve; que estas islas se pusieran inmediatamente en explotación forestal, pastoral o agrícola, con el fin de que alguien no pudiera valerse de su relativo estado de abandono para venir a apoderarse de ellas.
El futuro solo pertenece a los individuos o naciones que saben prever, prevenir y actuar. [Recibido el 14 de diciembre de 2015].



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