Revista europea de historia de las ideas políticas y de las instituciones públicas


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Presidente del C.R.: Antonio Ortega Carrillo de Albornoz
Director: Manuel J. Peláez
Editor: Juan Carlos Martínez Coll


SOBRE LA CRISIS DEL CONSTITUCIONALISMO ESPAÑOL EN LA II REPÚBLICA ESPAÑOLA

Jerónimo MOLINA CANO*

Para citar este artículo puede utilizarse el siguiente formato:

Jerónimo Molina Cano (2011): "Sobre la crisis del constitucionalismo español en la II República española", en Revista europea de historia de las ideas políticas y de las instituciones públicas, n.o 1 (marzo 2011), pp. 89-102.

ABSTRACT: This paper shows that one of the causes of failure of the Second Spanish Republic was the poor technical constitutional. The Spanish constitutionalism of the 30's, led by Nicolas Pérez Serrano, was not able to rationalize the constitutional order, preventing unlawful and revolutionary drift of the Republican regime.

KEY WORDS: II Spanish Republic, Spanish Constitutionalism; Boris Mirkine- Guétzevitch, Nicolás Pérez Serrano.

RESUMEN: Este artículo trata de poner en relieve que una de las causas del fracaso de la II República española fue la deficiente técnica constitucional. El constitucionalismo español de los años 30, liderado por Nicolás Pérez Serrano, no fue capaz de racionalizar el ordenamiento constitucional, impidiendo la deriva antijurídica y revolucionaria del régimen republicano.

PALABRAS CLAVE: II República española, Constitucionalismo español, Boris Mirkine-Guétzevitch, Nicolás Pérez Serrano.

I. Este artículo fue presentado originalmente como una comunicación al Congreso Internacional La política durante la II República (1931-1936). Nuevas perspectivas de estudio, celebrado en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid el 26 y el 27 de noviembre de 2009. El marco de nuestro trabajo es el de una investigación mucho más amplia sobre los “juristas de Estado” españoles, muchos de ellos, generalmente, cultivadores del Derecho político y constitucionalistas. Hasta ahora, con unas pocas excepciones (Nicolás Pérez Serrano, Eduardo L. Lloréns), nos hemos ocupado de los juristas de Estado de la postguerra vinculados, en mayor o menor medida, con el desarrollo político y constitucional de las Leyes fundamentales y su exégesis y comentario (Javier Conde, Luis del Valle, Jesús Fueyo, Gonzalo Fernández de la Mora, Rodrigo Fernández Carvajal)1. La razón última de estos trabajos tiene que ver con la advertencia de que el Derecho político y constitucional, desempeñando un papel estabilizador de las sociedades políticas, resulta muchas veces despreciado o bien considerado en planos subalternos en la historiografía política y social. No siempre se tiene en cuenta al valorar los acontecimientos políticos que los textos constitucionales y la propia doctrina constitucional son, ante todo, expresión de la vida política de un pueblo: de sus aspiraciones y afirmaciones (Preámbulos), ideología (parte dogmática), conflictos (transacciones constitucionales), distribución del poder (parte orgánica), etc. Del mismo modo que una constitución bien trabada, prudente y sabia puede contener los elementos corruptores operantes en toda sociedad política, una constitución arbitraria, sectaria o ideologizada, alejada en suma de la realidad del país al que se le da, puede desatar las fuerzas centrífugas y disolventes del orden político.

El publicista ruso Boris Mirkine-Guétzevitch acreditó suficientemente esta opinión al discurrir sobre las causas de la transformación en dictaduras de muchos regímenes constitucionales avanzados surgidos después de la I Guerra mundial: «Las causas de esta crisis de la democracia son múltiples, y el estudio de ellas no corresponde solamente a la técnica constitucional. El historiador y el sociólogo son quienes deben pronunciarse sobre las causas de la crisis actual de la democracia; pero la técnica jurídica ha de ser también oída, pues si bien no le es posible considerar todas las causas de tal fenómeno, debe indicar ciertas causas, que corresponden a su dominio [...] En varios países donde el régimen democrático no pudo subsistir, los autores de las nuevas constituciones han cometido graves errores. La distribución mal equilibrada de competencias y la primacía excesiva del Legislativo [...] han sido una de las causas de la quiebra del régimen republicano y democrático». Mirkine-Guétzevitch remacha que «los errores técnicos de los autores de las nuevas Constituciones no son sino una de las causas de la crisis de la democracia»2. A continuación se propone una interpretación metapolítica3 del régimen republicano (descomposición política y social de un régimen pluralista) y de la doctrina constitucional sobre la que se sustentó (constitucionalismo del Interbellum).

La obra de Mirkine-Guétzevitch fue, desde luego, una de las más influyentes entre los constitucionalistas cuyos libros eran leídos con enorme interés por aquellas calendas. Así, su vocación técnica –el neoconstitucionalismo, solía decir, es la técnica de la libertad– influyó una enormidad sobre la Ciencia del Derecho constitucional de Nicolás Pérez Serrano. Pérez Serrano, ejemplo de objetividad jurídica, fue el capitán de un valioso grupo intelectual agrupado en torno a su cátedra y la Revista de Derecho Público. La Protoescuela del Derecho constitucional español de los años 30, de haber cuajado, hubiese podido coadyuvar eficazmente a las reformas que la Constitución de 1931 requería. La cuestión no es baladí cuando el Derecho constitucional, por la fuerza de los hechos, se convierte en un conjunto de disposiciones normativas para encauzar una transformación más o menos ideológica de la realidad social.

A diferencia de la constitución de 1876, que no había merecido un comentario sistemático, la nueva norma fundamental española llamó muy pronto la atención de los juristas europeos, que le dedicaron numerosos estudios. También en España aparecieron libros tan importantes como los de Luis Jiménez de Asúa4, Presidente de la Comisión parlamentaria redactora del Proyecto de constitución, y Nicolás Pérez Serrano5. Aunque mucho menos conocido, me parece superior a ambos el tomo de Antonio Royo Villanova, catedrático de Derecho administrativo en la Universidad Central y miembro de las constituyentes por la minoría agraria: La Constitución española de 9 de diciembre de 19316. Merecería también la atención en una exposición sistemática de los fallos del constitucionalismo republicano tres obras de alcance muy diferente: Anarquía o Jerarquía7, de Salvador de Madariaga; Necesidad de una política nacional8, del abogado y publicista extremeño Juan Muñoz Casillas; y Los defectos de la Constitución de 19319, de Niceto Alcalá- Zamora, Presidente de la República.

Unas Cortes centradas10 y alejadas del doctrinarismo estéril tal vez hubiesen sabido mantenerse fieles al llamado Estatuto jurídico del Gobierno de la República, publicado el 14 de abril y cuya comparación con el texto de la Constitución resulta elocuente, al menos en sus artículos 3º, 4º y 5º: «3º. El Gobierno provisional hace pública decisión de respetar de manera plena la conciencia individual, mediante la libertad de creencias y cultos, sin que el Estado en momento alguno pueda pedir al ciudadano revelación de sus convicciones religiosas. 4º. El Gobierno provisional orientará su actividad, no sólo en el acatamiento de la libertad personal y cuanto ha constituido en nuestro régimen constitucional el Estatuto de los derechos ciudadanos, sino que aspira a ensancharlo, adoptando garantía de amparo para aquellos, y reconociendo como uno de los principios de la moderna dogmática jurídica el de la personalidad sindical y corporativa, base del nuevo derecho social. 5º. El Gobierno provisional declara que la propiedad privada queda garantida por la ley; en consecuencia, no podrá ser expropiada si no por causa de utilidad pública y previa la indemnización correspondiente. Mas este Gobierno, sensible al abandono absoluto en que ha vivido la inmensa masa campesina española, al desinterés de que ha sido objeto la economía agraria del país y a la incongruencia del derecho que la ordena con los principios que inspiran y deben inspirar las legislaciones actuales, adopta como norma de su actuación el reconocimiento de que el derecho agrario debe responder a la función social de la tierra»11. El Estatuto del Gobierno proclamaba la transitoriedad de la nueva instancia ejecutiva y la autolimitación de su poder, así como la obligación de resignar sus poderes ante las constituyentes, sometiendo a las mismas su actuación. Ello no obstante, el artículo 9º permite al gobierno someter los derechos reconocidos en el artículo 4º a un «régimen de fiscalización administrativa». «Si se compara este documento –escribía Royo Villanova– con el contenido jurídico de la constitución se explicará la prontitud con que se dibujó bien pronto un divorcio innegable entre la actuación de las Cortes Constituyentes y los verdaderos sentimientos de la opinión nacional»12.

Los errores del nuevo régimen, ochenta años después, son bien conocidos. Especialmente desgraciado fue el tratamiento constitucional que se le dio a la religión católica, a la Iglesia católica y, en especial, a las órdenes religiosas que «estatutariamente impongan, además de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado»13. Pero las interferencias ideológico-políticas que operaron sobre la constitución no tuvieron cuento y muchas de ellas, en conjunción con la cuestión religiosa, determinaron el destino del nuevo régimen: la creación de las regiones autónomas, la socialización de la propiedad, la omnipotencia de un parlamento de tendencia convencional, la debilidad del Presidente de la república, la rigidez del procedimiento de reforma constitucional, etc. Para lo que ahora interesa resultará suficiente recordar aquí la creación del desafortunado Comité de Responsabilidades Políticas de la República. Hemos de precisa que dicho comité, constitucionalizado por la disposición transitoria 2ª de la constitución, dio carta de naturaleza al afán de revancha política: no hay régimen nuevo que renuncie a justificarse en un proceso inquisitorial contra el régimen removido. Lo que no se entiende es el absurdo constitucional de la Ley de 27 de agosto de 1931 (Comisión de Responsabilidades)14 para establecer una farsa jurídica que desembocó en el Acta acusatoria de las Cortes constituyentes de 26 de noviembre de 193115.

En suma, la constitución republicana, con independencia de su sesgo ideológico, nunca fue el dechado de virtudes que señalaron juristas como Mirkine-Guétzevitch. Un análisis objetivo desde la pura técnica legislativa y constitucional ofrece un balance muy negativo: artículos superfluos, otros redundantes y algunos vacíos de contenido. No pocos, también, contradictorios entre sí16.

II. Casi todos los regímenes políticos europeos confluyeron, desde los años 20, en los tres grandes mitos políticos del momento: la dictadura, la tecnocracia y el corporativismo. Ni siquiera los regímenes democráticos serían entonces ajenos a la racionalización del parlamentarismo, reclamándose el fortalecimiento del poder ejecutivo en aras de la eficacia. Las tendencias dictatoriales se acusan pues también en las democracias clásicas, poniéndose de manifiesto la tendencia a un ejecutivo fuerte. Lo mismo sucede con la corrección del poder de los parlamentos monocamerales y la introducción de Consejos Técnicos o Cámaras senatoriales.

La II República no pudo ser ajena a estas novedades y todas, de una forma u otra, gravitaron sobre los trabajos de las Cortes constituyentes. Las razones políticas del fracaso de aquel experimento político –que no se explica únicamente por los rifirrafes de los debates parlamentarios17– hay que escudriñarlas en la cuesta abajo política de España desde el siglo XIX.

Javier Conde18, en uno agudo ensayo de interpretación de la Guerra civil y la Dictadura franquista, escribe que la Guerra contra el francés incorporó súbitamente a España al proceso de nacionalización del mando, de dimensión europea. Pero la monarquía resultó finalmente incompatible con la nacionalización del poder, pues esto conllevaba también la nacionalización de la legitimidad política. La solución radical republicana, más que solucionar el problema nacional vino a agravarlo, pues su gran proyecto nacionalizador o europeizador chocó con los antagonismos sociales y el separatismo regional. En este sentido, los factores polemógenos por excelencia que operaban aquellos años, la clase y el hecho diferencial, aniquilaron la idea nacional e hicieron inviable un Estado normal19. Pero la nacionalización del mando coincidió también con su despersonalización (Estado de derecho), proceso que en España avanzó hacia la constitución de un “Estado demoliberal socializante de signo pluralista”20. Conde, que había adoptado las categorías político-constitucionales de Carl Schmitt y razonaba en la inmediata postguerra como un crítico decisionista de la II República, denunció que este régimen, monopolizado por un Derecho político neutral y agnóstico, había degenerado en una “nomocracia despersonalizada”21. Ese fue el “plano inclinado”22 por el que se deslizó, hasta la guerra civil, la forma política que había venido a sustituir, en un proceso entrecortado, a la Monarquía hispánica: el Estado23.

III. La nueva constitución española despertó un gran entusiasmo entre muchos publicistas europeos24. Especialmente llamativo fue el interés de Mirkine-Guétzevitch, que en el capítulo que añadió a la edición española de su Les nouvelles tendences du Droit constitutionelle25 afirmaba que «esta Constitución, desde el punto de vista de la técnica constitucional moderna –de la técnica de la libertad, que es para nosotros la base del Derecho constitucional– representa un imponente y armonioso edificio del Estado democrático. Desde el punto de vista de la técnica constitucional, hay que reconocer que la moderna Constitución española es una interesante síntesis de las nuevas tendencias del Derecho constitucional de la post-guerra»26.

Pero su vinculación con la ley fundamental de 1931 es todavía más estrecha, pues «la nueva Constitución española ha sido para el autor de esta obra un acicate científico en el sentido de que muchas ideas constitucionales defendidas en nuestras obras anteriores a la promulgación de la Constitución de 1931, han sido formuladas con una gran elegancia jurídica en diferentes artículos de la referida Constitución»27. En efecto, los lazos de Mirkine-Guétzevitch con la academia jurídica española se estrecharon al principiar la década de los 30, pues además de la traducción de sus obras28 y sus colaboraciones en la Revista de Derecho Público son frecuentes sus visitas a la Universidad Central, en donde impartió varios años un ciclo de conferencias29. En la Universidad Internacional de Verano de Santander leyó también tres conferencias (julio de 1934) sobre “El poder ejecutivo durante los quince últimos años”, cuyo pensamiento director era «la primacía del poder ejecutivo como necesidad técnica de la democracia moderna»30.

La doctrina jurídica constitucional de Mirkine-Guétzevitch31 comprende tres afirmaciones fundamentales: la unidad del Derecho público; la racionalización del poder y la concepción del Derecho constitucional como una técnica de la libertad. En su opinión, la unidad del Derecho público interno y el Derecho internacional no es sólo una cuestión lógica, como preconiza la escuela de Kelsen, sino expresión de un desarrollo histórico desvelado por un “método histórico-empírico”32. Este principio unitario «descansa sobre la unidad de la conciencia jurídica y sobre la unidad empírica de la evolución histórica»33. En la cabeza de este movimiento internacional se encontraba, a su parecer, la constitución republicana, que «por primera vez en la historia constitucional del mundo moderno [...] ha puesto en armonía su texto constitucional con el Pacto de la Sociedad de Naciones y el Pacto Briand-Kellogg»34.

El principio de la racionalización del poder viene a ser como una formulación de la técnica de un Estado de Derecho. Esta forma de Estado no ha de ser una antropocracia, sino una ratiocracia35. Esta racionalización caracteriza el movimiento neoconstitucional de la postguerra, poniéndose de manifiesto en la racionalización del poder legislativo, del federalismo, del ejecutivo y los reglamentos de necesidad, de los partidos y hasta del control de la constitucionalidad de las leyes36.

IV. Adicto a la “técnica jurídica” constitucional, Mirkine-Guétzevitch recordaba que «en la elaboración de las nuevas constituciones, la ciencia jurídica ha representado un gran papel. Aunque dichos textos hayan sido el resultado de diversos compromisos políticos, de acuerdo entre los partidos, el cometido de la técnica jurídica es, sin embargo, muy importante. Los teóricos del Derecho ejercieron su influencia esforzándose en varios países en redactar un texto en el que aplicaban las más modernas doctrinas. En Alemania, por ejemplo, la Constitución se debe, en gran parte, a H. Preuss; en Austria, al notable publicista de Derecho público, Hans Kelsen»37.

En el Anteproyecto de constitución, redactado por la Comisión Jurídica Asesora, desempeñaron un gran papel jurisconsultos de la talla de Ángel Ossorio y Gallardo (Presidente de la Subcomisión), Adolfo González Posada, Alfonso García Valdecasas, Manuel Pedroso y Antonio de Luna. A la vista está que, con independencia de su ideología, se esforzaron por elevar al Gobierno provisional un texto políticamente equilibrado y técnicamente coherente. Como es sabido, el gobierno no hizo suyo el articulado de la Comisión Jurídica Asesora38 y el proyecto fue utilizado simplemente como material de consulta por la Comisión política nombrada por las Cortes y encargada de elaborar un nuevo texto. Destaca en ella el reparto de las vocalías por criterios partidistas:

5 socialistas, 4 radicales, 3 radical-socialistas, 2 de la minoría catalana, y sendos representantes de Acción Republicana, Organización Republicana Gallega Autónoma, Partido Federal, Partido Progresista (nueva denominación de Derecha Liberal Republicana), Agrupación al Servicio de la República, minoría vasco-navarra y grupo agrario39.

A pesar de los defectos del texto aprobado finalmente por las constituyentes, un parlamento centrado y prudente hubiese podido contener la deriva ideológica de la constitución. Pero las Cortes constituyentes quisieron prolongar su vida hasta quedar agotadas en el desarrollo legislativo de lo que, al menos una parte importante de las mismas, consideraba la realización de un programa revolucionario de mínimos. No cabía, así, esperar demasiado de la custodia constitucional del Tribunal de Garantías40, un colegio de políticos que rara vez estuvo a la altura de las circunstancias, ni tal vez de la doctrina constitucional. En cualquier caso, con una fe encomiable en la ciencia del Derecho constitucional, de la que él fue precursor en España, Nicolás Pérez Serrano, precisamente en unas acotaciones al proyecto de Tribunal de Garantías, se declaraba, como jurista, apostado «en la esfera serena de la técnica, que no quiere decir apartamiento pedantesco de la realidad, aunque tampoco se contente con ser pedrea inconsiderada de doctas opiniones ajenas»41.

En el segundo párrafo del prefacio de La constitución española esmaltó Pérez Serrano las condiciones de la crítica y la exégesis constitucional. Al reclamar una “interpretación decorosa y digna” de los preceptos de la Ley fundamental de 1931 escribió el mejor de los epítomes españoles de la Ciencia del Derecho constitucional: esta debe caracterizarse, en su opinión, por el respeto, la imparcialidad, la independencia y la preocupación técnica. Creo que merece la pena reproducir aquí su pensamiento, pues las ideas de Pérez Serrano irradiaron sobre todos sus emprendimientos científicos, así como sobre sus discípulos y colaboradores.

Escribe Pérez Serrano: «Respeto, porque entre nosotros es, por desgracia, harto usual la censura violenta a cualquier obra ajena, sin tener en cuenta todo el esfuerzo enorme que exige el más mínimo empeño creador. Imparcialidad, porque el autor no quisiera tampoco adoptar la posición, tradicional en nuestra Patria, de panegirista incondicional, o detractor sistemático, antes bien estima que las cosas tienen por sí un valor, y que a él, y no a banderías o partidismos, debe atenderse para formar juicio. Independencia, en cuanto que esta misma posición, objetiva, neutral, acaso por igual desagradable para los extremismos de uno y otro bando, puede ser garantía de criterio razonable, ya que no habrá de influirlo el deseo de halagar, ni habrá de cohibirlo el temor del enojo sectario. Finalmente, preocupación técnica, porque el autor prefiere examinar de modo sereno, a la luz de la doctrina contemporánea, la estructura y el régimen que implanta nuestra nueva Ley fundamental; pero, bien entendido, que en su opinión, el Derecho público está dominado por dos ideas capitales, a saber, la hipervaloración de la forma en punto al aspecto externo, y la garantía de la libertad como preocupación de contenido»42.

Pérez Serrano no se apartó ni un milímetro de ese austero programa científico en sus numerosos estudios sobre la constitución de la República y otras Leyes fundamentales, como la portuguesa, la austríaca o, ya después de la guerra, la argentina, la alemana y la francesa. Ello, naturalmente, imprimió un soberbio timbre académico a la obra en la que, acaso con la excepción de su póstumo Tratado de Derecho político43, más empeño puso: la Revista de Derecho Público, un denso cuaderno mensual con temas de Derecho penal, administrativo y político, en sus diversas ramas y especialidades (enjuiciamiento penal, derecho municipal, derecho electoral y parlamentario), que se publicó desde enero de 1932 a julio de 1936 (54 fascículos)44.

No publicó la Revista de Derecho Público un ideario o declaración similar; sin embargo, sus expectativas científicas están condensadas en el cuadernillo que para dar a conocer la nueva publicidad se cosió a algunos de los libros publicados por la Editorial Revista de Derecho Privado, a la sazón propietaria de la serie. En el contexto del cambio de régimen y de “renovación profunda y amplísima” del Derecho público, la labor de la revista, en un texto sin firma que tiene, sin embargo, el sello de Pérez Serrano, se dice inspirada en una triple preocupación: «1ª, mantener un rigor constante en el examen técnico de las cuestiones, estudiándolas a la luz de criterios estrictamente científicos, que para nada tengan en cuenta partidismos de ningún género, siempre reñidos con el culto sincero a la Verdad; 2ª, no abstraerse nunca, sin embargo, aislándose en la torre de marfil de unos conceptos de laboratorio o de cátedra que resulten inservibles en la práctica profesional o divorciados del Derecho vivido a diario, y 3ª, cultivar con singular esmero aquella nota de cosmopolitismo, o si se prefiere, de universalidad, que caracteriza al Derecho público, y que obliga siempre a tender la vista por el mundo, sin detenerse exclusiva, ni siquiera predominantemente, en las peculiaridades localistas, más propias del Derecho privado».

Esta revista reunió, junto a maestros como Luis Jiménez de Asúa, José Gascón y Marín o Recaredo Fernández de Velasco, a un grupo muy prometedor de jóvenes juristas: letrados de cortes, profesores auxiliares e incluso catedráticos de Universidad. La relación detallada de todos ellos no dirá nada al lector no especializado en la historia del Derecho público español, pero es seguro que el especialista no quedará indiferente a los nombres de Gaspar Bayón, Luis Legaz Lacambra, Francisco Ayala, Miguel Cuevas, Héctor Maravall Casesnoves, Gonzalo Cáceres Crosa, Vicente Herrero, José Luis Santaló, Francisco Elías de Tejada, Eugenio Pérez Botija o Manuel García-Pelayo45.

V. Por razones de espacio no puedo abordar aquí exhaustivamente el tratamiento que la mencionada Revista de Derecho Público dio a los problemas constitucionales del régimen republicano46. Tampoco el comentario pormenorizado del texto constitucional de «los dos primeros libros españoles sobre la Constitución según las reglas del arte»47, los ya citados de Jiménez de Asúa y Pérez Serrano. Excede también el alcance de estas páginas glosar y apostillar otros tres libros también mencionados al principio: los de Madariaga, Royo Villanova y Muñoz Casillas. El fracaso del constitucionalismo republicano lo fue también de los partidos y la sociedad a la que representaban. La opinión de los juristas de Estado y constitucionalistas del grupo de Pérez Serrano, el más representativo de todos ellos, no fue tenida en cuenta porque la República encalló muy pronto en la ideología de los partidos más radicales. Pero el drama de la frustración de la inteligencia jurídica arrancó idealmente con la improvisación de un derecho penal de excepción para encausar y condenar a “D. Alfonso de Borbón de Habsburgo-Lorena”. Le puso colofón trágico a la anarquía política la incapacidad de los gobiernos radical-cedistas, desde noviembre de 1933, para impulsar la reforma constitucional.

VI. La Ley de 27 de agosto de 1931 estableció los términos en que la Comisión de Responsabilidades de las Cortes constituyentes depuraría y exigiría responsabilidades por los actos políticos o de gestión ministerial que hubiesen causado grave daño material o moral a la Nación, concretadas en las cinco categorías siguientes:

a) Alta responsabilidad de Marruecos.
b) Política social de Cataluña.
c) Golpe de Estado de 13 de septiembre de 1923.
d) Gestión y responsabilidades políticas de las Dictaduras. e) Proceso de Jaca»48.

La Comisión de Responsabilidades tenía la autorización de las constituyentes para operar con total libertad, «reclamar directamente cuantos antecedentes y elementos estimaran necesarios» (art. 5º), con la única limitación de las previsiones de la ley habilitadora del procedimiento y determinados artículos de la Ley de Enjuiciamiento criminal (art. 4º). Una vez concluido el expediente en el que se reconocería el derecho a la defensa de los acusados, la Comisión debía elevar sus conclusiones a la Cámara, señalando en cada caso a que tribunal debía trasladarse la causa, salvo que las Cortes decidieran, haciendo acepción de la calidad de las personas, conocer por si mismas de un encausamiento concreto.

En un artículo publicado en el nº 2 de la Revista de Derecho Público: “El Derecho penal vigente en la República española”, justificaba Jiménez de Asúa la Ley de Responsabilidades, pues el Código penal de 1870 resultaba inadecuado para juzgar los abusos de la monarquía, pues «los crímenes de los Reyes no se hallan en el sólito catálogo de los Códigos, sino definidos en el archivo de la historia, que es Código más alto e inapelable [...] Alfonso de Borbón y Habsburgo Lorena no infringió las concretas normas de vida cotidiana, sobre las que se han definido los preceptos comunes del Código penal, sino aquella norma política de fidelidad a la Carta magna del Estado, cuyo quebrantamiento constituye el delito de alta traición»49.

En efecto, el fallo de las Cortes del 26 de noviembre de 1931 declaró «culpable de alta traición, como fórmula jurídica que resume todos los delitos del acta acusatoria, al que fue Rey de España, quien, ejercitando los poderes de su magistratura contra la Constitución del Estado, ha cometido la más criminal violación del orden jurídico de su país»50.

La pena, “de sabor medieval”, consistía en la Friedlosigkeit, en la pérdida de la paz jurídica, pudiendo aprehenderlo cualquier ciudadano español que lo encontrara en territorio nacional51. La sentencia establecía también la pérdida de “todas sus dignidades, derechos y títulos” y la incautación de sus bienes. El prurito legalista de aquel “tribunal de políticos”52 hace difícil no recordar la glosa anotada en su diario por Carl Schmitt el 17 de julio de 1947: «Maxima non curat praetor. Los griegos dieron muerte a Sócrates y los judíos a Jesucristo con arreglo a un proceso judicial. Los romanos, en cambio, el pueblo del derecho, mataron a su hombre más grande, Julio César, sin someterlo a ese tipo de proceso. Ahí está su grandeza»53.

Contra los argumentos del Comité de responsabilidades y la doctrina Jiménez de Asúa cabe, por lo demás, recordar la doctrina política esgrimida por José Antonio Primo de Rivera en su alegato a favor de Galo Ponte: «una constitución suspendida y muerta no resucita, de modo que nadie pudo, después de 1923, delinquir contra ella. Así, les recordaba: ¿No suena esta tesis en vuestros oídos con familiar autoridad? Debéis reconocerla, porque fue la misma que sostuvieron los revolucionarios españoles contra los últimos Gobiernos de la Monarquía. Cuando éstos, frente a la agitación revolucionarias, acusaban a aquellos de delinquir contra la Constitución, los revolucionarios invocaban el argumento que yo invoco ahora: desde el golpe de Estado, nadie ha podido delinquir contra la Constitución, porque la Constitución, rota, no existe; las constituciones no pueden resucitar»54.

La tesis de fondo desautoriza plenariamente la actividad del Comité, al menos en lo que no tenga que ver con los cargos por una mala gestión, «reprobable bajo cualquier sistema constitucional». Carece de sentido que un órgano excepcional de la República procese al Jefe del Estado del régimen extinguido por quebrantar la constitución cuya liquidación rubricó el Decreto nº 1 del Comité revolucionario que el 14 de abril nombró Presidente a Niceto Alcalá-Zamora. No sólo es imposible, como decía José Antonio, «penar delitos contra una constitución destruida, porque al desaparecer una forma de Estado caen con ella, faltas de sujeto pasivo, las defensas jurídicas que la circundaron»55, sino que roza el esperpento jurídico que quienes han conquistado al poder por medios anticonstitucionales56, encausen a los titulares del poder derrocado con la constitución derogada de facto.

VII. Los defectos de la Constitución de 1931 debilitaron gravemente el prestigio de la autoridad57. El país, regido por una Ley fundamental receptora de doctrinas ineficaces, viejas (federalismo, anticlericalismo) y nuevas (pacifismo absoluto, colectivismo), cuando no perniciosas (omnipotencia parlamentaria)58, se hizo ingobernable desde las primeras semanas. De modo que, fijado en aquella “constitución de izquierda” un programa ideológico desarrollado por unas Cortes constituyentes que prolongaron su vida más allá de lo razonable, y bloqueado o cancelado el posible efecto rectificador, por vía interpretativa, de la jurisprudencia del Tribunal de Garantías y la doctrina constitucional, no quedaba sino el recurso, sumamente delicado, al artículo 125 de la constitución.

En esencia, este malhadado artículo, cuya pobre discusión en las constituyentes no estuvo a la altura de su inmensa importancia59, facultaba al gobierno y a una cuarta parte del Parlamento para proponer la reforma. La propuesta, que se tramitaría como una ley y requeriría para su aprobación el voto de dos tercios de los diputados durante los cuatro primeros años, y la mayoría absoluta de las Cortes a partir de ese momento, debía incluir una relación concreta de los artículos afectados por la reforma. El acuerdo sobre la reforma tenía el efecto automático de la disolución del parlamento, correspondiendo a la nueva cámara, “en funciones de Asamblea Constituyente”, decidir sobre la oportunidad de la reforma.

La obligatoriedad de convocar nuevas Cortes para sancionar la reforma constitucional hacía de la constitución un texto sumamente rígido y difícil de alterar. ¿Qué cámara, si no era en el trance del agotamiento de su legislatura, se aventuraría a quedar disuelta, perdiendo los diputados su actas y prerrogativas? Esta condición de la reforma retrasó sine die los planes que la oposición había proclamado en la campaña electoral del otoño de 1933. Al menos hasta la primavera de 1934 el gobierno tuvo quórum suficiente para proceder a la reforma sin tener que esperar al 10 de diciembre de 1935, «pero la enorme fuerza de inercia que supone el artículo 125»60 lo hizo imposible.

El único intento serio y meditado de reforma fue el de Alcalá-Zamora, que presentó al respecto un informe, discutido por los Consejos de ministros de los días 2, 3 y 4 de enero de 193561. La prudencia aconsejaba evitar una reforma general, limitando la tarea constituyente a revisar los artículos contrastados por una experiencia negativa. La lista de los preceptos afectados no era demasiado larga, pero en todo caso, Alcalá-Zamora convenía en que la reforma, al menos, podría tener un contenido mínimo, referido a los artículos 14 (competencias del Estado), 26 (cuestión religiosa), 44 (propiedad) y 51 (introducción del Senado). Según sus previsiones, la reforma podría acordarse en noviembre, días antes de que se cumplieran los cuatro primeros años de la vigencia constitucional. Era su intención llevar a cabo una “reforma transaccional”, «[aconsejando] desde luego que se hiciese a los partidos de centro, y aun de izquierda, noble y generosa invitación a que dieran sus votos, que pocos días después (el 10 de diciembre) ya no serían necesarios»62.

Después de muchas dilaciones, los mismos que afirmaban desear la reforma no hicieron nada por impulsarla. Según el propio relato de Alcalá-Zamora, a finales de abril recibió un proyecto de reforma sobre la base de uno anterior, fechado seguramente en febrero, del exministro de Instrucción púbica y Bellas Artes Joaquín Dualde Gómez63. El proyecto, finalmente, fue presentado en las Cortes en junio de 1935, eligiéndose la comisión parlamentaria en julio, la cual, «dando muestra inicial de laboriosidad, acordó, por inspiración de los partidos, no reunirse hasta el otoño»64.

Su propósito de convocar una sesión extraordinaria de las Cortes para septiembre de 1935 se frustró, dándose cuenta entonces de lo que realmente pasaba: «se quería ir a lo imposible, a prolongar la vida hasta fines de 1937»65. En el gobierno de septiembre de 1935 alentaba todavía la idea de la reforma, pero reducida ya exclusivamente al artículo 125. Aprovechando esa última oportunidad, el propio Alcalá-Zamora elaboró un nuevo proyecto, no restringido al artículo llave de la constitución, y lo remitió a la Comisión parlamentaria66. Esta Comisión, parte de unas Cortes agotadas, lejos de simplificar los debates los complicó innecesariamente incorporando otros artículos susceptibles de reforma.

A partir de diciembre de 1935 ya no habrá ocasión propicia para la rectificación constitucional. Desde ese momento, más bien, se crecieron las fuerzas disgregadoras. Además, la torcida interpretación del artículo 81, habilitadora de la destitución del Presidente de la República, agravó la omnipotencia parlamentaria y laminó de modo irreversible la posición política del Jefe del Estado.

Recibido el 2 de noviembre de 2010, corregido del 20 al 25 de noviembre de 2010 y aceptado el 3 de diciembre de 2010

* Profesor Titular de Política Social de la Universidad de Murcia y Director de la revista Empresas políticas.



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