Revista Crítica de Historia de las Relaciones Laborales y de la Política Social
ISSN versión electrónica: 2173-0822
Psicología de las multitudes. Gustave Le Bon
Patricia Zambrana Moral
Resumen: Nos encontramos ante una nueva edición de la Psicología de las multitudes de Gustave Le Bon, precedida de un estudio preliminar del catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Universidad de Granada José Luis Monereo Péreztitulado “«La era de las masas»: el pensamiento socio-político de Gustave Le Bon”. Monereo considera a Le Bon «uno de los fundadores principales de la psicología social». Refleja su influjo en diversas orientaciones ideológicas contrapuestas y examina los fundamentos y supuestos ideológicos y políticos como base de su pensamiento sociológico y político-social. La obra de Gustave Le Bon que nos ocupa está determinada por la capacidad de concreción y un estilo casi “poético”. En un escueto “prefacio” presenta y justifica su trabajo, partiendo del papel fundamental de la muchedumbre organizada en la vida de los pueblos. En la introducción, Le Bon reflexiona sobre la era de las muchedumbres y la evolución de la edad actual, presentando las grandes revoluciones como una consecuencia de la modificación de las ideas, concepciones y creencias. La significación más definida, desde el punto de vista histórico, de las masas ha sido su acción destructora sobre las civilizaciones antiguas. Sin embargo, aunque existen muchedumbres criminales, también hay otras virtuosas y heroicas. Estructura Le Bon su trabajo en tres libros que divide, a su vez, en capítulos. En el primero, se detiene en el alma de las muchedumbres, examinando, en primer lugar, sus características generales y la ley psicológica de su unidad mental. Seguidamente, profundiza en los sentimientos y en la moralidad de las muchedumbres, recogiendo cinco caracteres fundamentales de las mismas: la impulsividad, movilidad e irritabilidad; la sugestibilidad y credulidad; la exageración y el simplismo de sentimientos; la intolerancia, el autoritarismo y el conservadurismo y su moralidad. Las ideas, los razonamientos y la imaginación de las muchedumbres constituyen el núcleo argumental del siguiente capítulo, concluyendo con la consideración de que todas las convicciones de las muchedumbres revisten una indiscutible forma religiosa. En el segundo libro, Le Bon presta atención a las opiniones y creencias de las muchedumbres, analizando los factores remotos que determinan las mismas: la raza, las tradiciones, el tiempo, las instituciones y la educación. A continuación, se ocupa de los factores inmediatos de dichas opiniones: las imágenes, las palabras y las fórmulas; las ilusiones, la experiencia y la razón. Nos presenta la figura de los agitadores de muchedumbres, así como sus medios de persuasión y su particular psicología, partiendo de que todos los seres que viven en colectividad tienen una necesidad instintiva de obedecer a un jefe, que en las muchedumbres humanas sería un agitador cuya acción se basa en tres elementos, afirmación, repetición y contagio, aunque, lo que realmente permite alcanzar poder a las ideas propagadas por estos elementos es el prestigio que adquieren. Finalmente, se detiene en los límites del cambio de creencias y opiniones de las muchedumbres, distinguiendo entre las grandes creencias permanentes que duran siglos, y sobre las cuales descansa una civilización entera y que una vez arraigadas, adquieren un poder invencible y las opiniones momentáneas y variables que nacen y mueren en una época y se caracterizan por su movilidad. En el tercer y último libro, Le Bon establece la clasificación y descripción de las muchedumbres. Distingue, en primer término, las heterogéneas (anónimas o no anónimas) y las homogéneas (sectas, castas y clases). Profundiza en muchedumbres concretas como las criminales, los jurados, las muchedumbres electorales y las asambleas parlamentarias.
Palabras clave: Gustave Le Bon, Psicología social, Psicología de las masas, Psicología de las multitudes, Muchedumbre, Clases de muchedumbre, Jurados, Asambleas parlamentarias, Muchedumbres electorales
El catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Universidad de Granada José Luis Monereo Pérez efectúa un amplio estudio preliminar titulado “«La era de las masas»: el pensamiento socio-político de Gustave Le Bon”, con el que encabeza esta nueva edición de la conocida obra que nos ocupa. Monereo analiza con detalle la figura de Le Bon (1841-1931) a caballo entre dos siglos, a quien considera «uno de los fundadores principales de la psicología social» que abordó el «fenómeno de las masas desde un enfoque positivista y fenomenológico del comportamiento de los individuos y grupos en las sociedades de masas» (p. XIV). Conecta su pensamiento con la época que le tocó vivir, marcada por la crisis («crisis de época») como base de la transformación del pensamiento. El punto de partida es la «era de las masas» como marco de referencia y el «advenimiento de las clases populares a la vida política, es decir, su transformación progresiva en clases directoras», como una de las principales características de su época de transición (p. XVII). Refleja Monereo el influjo de Le Bon en diversas orientaciones ideológicas contrapuestas y las ideas de otros pensadores del momento. Seguidamente, examina los fundamentos y supuestos ideológicos y políticos como base de su pensamiento sociológico y político-social, concluyendo con el elitismo y la democracia de masas y los dominios de la «psicología política», tras un repaso a la crítica freudiana respecto al pensamiento de Le Bon. Finaliza su estudio con una selección de las principales obras de Le Bon y sus traducciones al castellano.
Entrando ya en la obra de Gustave Le Bon, trataremos de recoger las principales ideas expuestas en la misma, sin poder obviar el estilo casi “poético” que marca toda la exposición, determinado por las frases cortas y una indiscutible capacidad de concreción. Comienza el autor con un escueto “prefacio” donde presenta y justifica, en cierto modo, su trabajo, partiendo de que la muchedumbre organizada siempre ha tenido un papel importante en la vida de los pueblos, pero nunca tanto como en el momento en que Le Bon realizó su investigación, que afirma haber llevado a cabo «mediante procedimientos exclusivamente científicos; es decir, tratando de adoptar un método, y dejando aparte las opiniones, las teorías y las doctrinas» (p. LXXIX). Aclara que algunas de sus conclusiones se contradicen, pero están presentes, como, por ejemplo, demostrar la inferioridad mental de las multitudes pero, a la vez, declarar lo peligroso que sería destruir su organización. Parte de que lo que gobierna a los hombres son las ideas, los sentimientos y las costumbres, de modo que las instituciones y las leyes son expresión de nuestra alma. Los hechos sociales son tan complejos que no se pueden abarcar en su conjunto y vemos muchas acciones de las muchedumbres como prueba de mentalidad inferior, pero, a la vez, hay hechos cuya esencia ignoramos, de modo que «en la naturaleza, los seres sometidos exclusivamente al instinto ejecutan actos cuya maravillosa complejidad nos sorprende» (p. LXXXI).
En una breve introducción, Le Bon reflexiona sobre la era de las muchedumbres y la evolución de la edad actual. Presenta las grandes revoluciones como una consecuencia de la modificación de las ideas, concepciones y creencias y los cambios de civilización serían el resultado de los cambios acontecidos en el pensamiento de los pueblos. Hay dos factores fundamentales que constituyen la base de estas transformaciones; de un lado, la destrucción de las creencias religiosas, políticas y sociales y de otro, la creación de condiciones de existencia y de pensamiento nuevos como consecuencia de los descubrimientos de la ciencia y de la industria. Estas ideas se fundamentan en la creencia moderna en el poder de las muchedumbres que permite transformar la política tradicional de los Estados, dando paso a la era de las muchedumbres. Una de las características de esta época de transición es el advenimiento de las clases populares a la vida política. Por la asociación, las muchedumbres han llegado a formar ideas conforme a sus intereses y a tener conciencia de su fuerza, planteando reivindicaciones sociales. Las multitudes son más aptas para la acción que para el razonamiento. La significación más definida, desde el punto de vista histórico, de las masas ha sido su acción destructora sobre las civilizaciones muy antiguas y envejecidas. Sin embargo, no se puede generalizar, ya que, aunque existen muchedumbres criminales, también hay otras virtuosas y heroicas. El problema radica en que los que las han estudiado lo han hecho analizando sus delitos y sus vicios y viendo solo su poder destructor. En este punto, hay una ignorancia generalizada de la psicología de las muchedumbres, de modo que su conocimiento «es hoy el último recurso del hombre de Estado que quiere, no gobernarlas, sino al menos no ser gobernado por ellas» (p. LXXXVII). Tras el “prefacio” y la introducción, estructura Le Bon su trabajo en tres libros que divide, a su vez, en capítulos. En el primero, se detiene en el alma de las muchedumbres, examinando en el primer capítulo sus características generales y la ley psicológica de su unidad mental. Comienza ofreciendo un concepto genérico de muchedumbre como «reunión de individuos» que, desde el punto de vista psicológico, adquiere características nuevas a la de los individuos que la componen, de forma que una aglomeración numerosa de sujetos no bastaría para formar una muchedumbre. Así, la colectividad, con un alma común, se convierte en muchedumbre organizada o muchedumbre psicológica, formando un solo ser y sometida a la «ley de la unidad mental de las muchedumbres». Esta ley se manifiesta cuando están en fase de completa organización en la que se sobreponen caracteres nuevos y especiales y tiene lugar la orientación de los sentimientos y pensamientos de la colectividad en una dirección idéntica. Los caracteres psicológicos de las muchedumbres pueden ser o no comunes con los del individuo aislado, pero hay otros absolutamente especiales. Así, cualquiera que integre una muchedumbre posee una clase de alma colectiva que le hace pensar, sentir y obrar de manera diferente a como lo haría aisladamente, desvaneciéndose la personalidad individual. Hay una serie de elementos inconscientes que forman el alma de una raza y que constituyen el lazo de semejanza de sus individuos. La muchedumbre aparece siempre dominada por lo inconsciente, desaparece la vida cerebral y predomina la medular, borrándose las cualidades intelectuales de los que la integran y estimulándose la estupidez en lugar de la inteligencia. El individuo en muchedumbre adquiere un sentimiento de poder invencible. El anonimato favorece la irresponsabilidad y el individuo sacrifica el interés personal por el colectivo por un efecto de contagio. Los sentimientos se transforman por completo, pudiendo ser mejores o peores que los individuales; el sujeto se encuentra como hipnotizado y la muchedumbre puede acceder a una conducta irracional que la lleve a actos heroicos o criminales.
En el segundo capítulo, Le Bon profundiza en los sentimientos y en la moralidad de las muchedumbres. Recoge cinco características fundamentales de las mismas. La primera sería la impulsividad, movilidad e irritabilidad. La muchedumbre obedece a impulsos, es arrastrada por lo inconsciente y no actúa de forma premeditada. Reúne una gama de sentimientos contrarios que resultan muy difíciles de gobernar. Es incapaz de una voluntad duradera y de pensamiento y aunque todas son irritables e impulsivas, hay diferencias entre ellas, determinadas por la raza. Así, Le Bon pone como ejemplo la latina y la anglosajona, considerando la primera más femenina. La segunda característica sería la sugestibilidad y credulidad. Las muchedumbres obedecen a sugestiones y siguen las imágenes evocadas en su espíritu (muy similares para todos los individuos que la componen) como si fuesen realidades. Cualquier idea que aparece tiende a transformarse en acto. Existe una sugestibilidad contagiosa. La muchedumbre está desprovista de todo espíritu crítico. Uno contagia a los demás y no distingue entre lo sugestivo y lo objetivo. Las multitudes deforman los acontecimientos pero de igual manera para todos los individuos. Aparece una especie de alucinación colectiva. Un primer observador se sugestiona por una ilusión y contagia al resto, siendo las mujeres y los niños los seres más impresionables. Por estas razones, no se puede conceder crédito a los testimonios de las muchedumbres, llegando a afirmar el autor que los libros de historia serían obras de pura imaginación y que fueron los héroes legendarios y no los reales, los que llegaron a impresionar el alma de las muchedumbres, aunque las leyendas no tengan consistencia alguna. La exageración y el simplismo de sentimientos sería la tercera característica de las muchedumbres, según Le Bon. La consecuencia es que no conozcan ni la duda ni la incertidumbre, tiendan a los extremos y la violencia de sentimientos sea mayor en colectividades heterogéneas por la ausencia de responsabilidades, ocasionando una certidumbre de impunidad. La muchedumbre solo se verá impresionada por los sentimientos excesivos, de forma que «exagerar, afirmar, repetir y no tratar nunca de demostraciones racionales» serán «los procedimientos de argumentación bien conocidos de los oradores de las reuniones populares» (p. 22). El arte de hablar a las muchedumbres requiere de aptitudes especiales. No obstante, no se puede olvidar que la exageración es solo de sentimientos y nunca de inteligencia, ya que cuando un individuo pertenece a una muchedumbre su inteligencia baja. Una cuarta característica sería la intolerancia, el autoritarismo y el conservadurismo. La muchedumbre no puede soportar la contradicción y la discusión, propias del individuo. Especialmente intolerantes son las muchedumbres latinas frente a las anglosajonas. Se muestran serviles ante una autoridad fuerte y sus instintos revolucionarios momentáneos no les impiden ser extremadamente conservadoras. Por último, caracterizaría a las muchedumbres su moralidad que puede ser superior o inferior a la de los sujetos que la integran. Rara vez se guían por el interés, que suele ser un móvil fundamental para el individuo. Esto hace que puedan ser capaces de protagonizar tanto muertes, incendios o toda clase de crímenes, como actos de desinterés, sacrificios y abnegación, muy elevados, llegando a convertirse en verdaderos héroes y dando ejemplo de moralidad.
Las ideas, los razonamientos y la imaginación de las muchedumbres constituyen el núcleo argumental del tercer capítulo. En cuanto a las ideas, habría que distinguir las accidentales o pasajeras de las fundamentales que proporcionan estabilidad. Las ideas sugeridas a las muchedumbres solo pueden ser dominantes si tienen una forma muy absoluta y muy sencilla, presentándose como imágenes para facilitar su acceso a las masas. Como estas ideas-imágenes carecen de un lazo lógico de analogía o sucesión, las muchedumbres pueden sostener de forma conjunta ideas contradictorias. Las ideas superiores deben simplificarse para llegar a la colectividad. Desde el punto de vista social, la jerarquía de las ideas no importa, sino los efectos que producen. Hace falta mucho tiempo para que las ideas penetren en lo inconsciente y se conviertan en un sentimiento, al igual que una vez implantadas en el alma de las muchedumbres es muy difícil erradicarlas. El papel social de las ideas será, por tanto, independiente de la parte de verdad que puedan contener. Por lo que respecta a los razonamientos, es difícil que puedan influir en las muchedumbres. Tanto los inferiores como los superiores están basados en asociaciones y los de las muchedumbres son siempre de orden muy inferior que solo tienen entre sí aparentes lazos de analogía o sucesión. Una cadena de razonamientos lógicos sería incomprensible para las multitudes, sobre todo porque son seducidas por imágenes. Los juicios impuestos y no los discutidos, serán los más aceptados por las muchedumbres. Por su parte, la imaginación de las muchedumbres es representativa y muy poderosa, revistiendo extrema intensidad. Al no ser capaces de reflexión ni de razonamiento tampoco tienen la noción de lo inverosímil, y lo maravilloso y legendario de los acontecimientos, sustento verdadero de toda civilización, es lo que realmente les impresiona. A veces, los sentimientos sugeridos por las imágenes son tan fuertes que pueden convertirse en actos. De hecho, el poder de los conquistadores y la fuerza de los Estados se basan en la imaginación popular. El que sepa impresionar la imaginación de las muchedumbres, sabe también gobernarlas y para ello hay que saber presentar los hechos.
Concluye Le Bon el primer libro con un capítulo dedicado a examinar las formas religiosas que revisten todas las convicciones de las muchedumbres. Las características de las muchedumbres determinan la naturaleza de sus convicciones que van a tener una forma especial que Le Bon denomina sentimiento religioso. Éste se basa en la «adoración a un ser superior, temor al poder mágico que se le supone, sumisión ciega a sus mandatos, imposibilidad de discutir sus dogmas, deseo de generalizarlos y tendencia a considerar como enemigos a todos aquellos que no los admitan» (pp. 37-38). Este sentimiento no tiene porqué ir unido a la adoración de una divinidad, sino que también está presente cuando se destinan «todos los recursos de la imaginación, todas las sumisiones de la voluntad, todos los ardores del fanatismo al servicio de una causa o de un ser que se convierte en límite y en guía de los pensamientos y de las acciones» (p. 38). La intolerancia y el fanatismo siempre van a estar presentes en el sentimiento religioso. Las convicciones de las muchedumbres tendrían todas las características del sentimiento religioso y por ello, afirma Le Bon, que todas sus creencias tienen forma religiosa. El héroe que aclama la muchedumbre se convierte en un dios. La adoración y la obediencia son las vías para alcanzar la dicha y el sentimiento jamás ha sido vencido en su lucha eterna contra la razón. Cuando se ha intentado establecer una nueva creencia religiosa sobre las muchedumbres se han originado violentas revoluciones.
En el segundo libro, Le Bon presta atención a las opiniones y creencias de las muchedumbres, comenzando por analizar los factores remotos que determinan las mismas. El punto de partida es la forma en que nacen y se establecen dichas opiniones y creencias. El nacimiento de las creencias es consecuencia de una elaboración anterior. Aparecen determinadas por factores lejanos y por factores inmediatos. Los primeros son los que permiten la adopción de convicciones, mientras que los inmediatos serían los que hacen tomar forma a la idea y la desarrollan con todas sus consecuencias. Entre los factores lejanos habría que destacar los generales que están en el fondo de todas las creencias y opiniones de las muchedumbres: la raza, las tradiciones, el tiempo, las instituciones y la educación. La raza tendría mayor importancia que todos los demás y sintetiza las sugestiones de los antepasados. Esto explica que las muchedumbres de cada país tengan creencias y conductas muy distintas y que no puedan ser influidas de la misma manera. Las tradiciones representan ideas, necesidades y sentimientos del pasado. Serían la síntesis de la raza. Un pueblo es un organismo creado por el pasado y solo puede modificarse a través de lentas acumulaciones hereditarias. Lo que inspira a los hombres son las tradiciones y sin ellas no es posible ni el alma nacional ni la civilización. Las grandes ocupaciones del hombre han sido crear una red de tradiciones y luego destruirlas. En esta relación se basa el progreso y la dificultad radica en conseguir el equilibrio exacto entre la estabilidad y la variabilidad. El ideal de un pueblo es conservar las instituciones del pasado y transformarlas poco a poco. Las muchedumbres son conservadoras de las ideas tradicionales. Por otra parte, tanto en los problemas sociales como en los biológicos el tiempo es uno de los factores más importantes. Es el verdadero creador y destructor. Por el tiempo, las creencias adquieren su potencia o la pierden. Es el verdadero maestro que se encarga de restablecer el equilibrio y gracias a él puede el orden salir del caos. En cuanto a las instituciones políticas y sociales hay una idea errónea de su significación. Su influencia es débil y es falso que el progreso de los pueblos sea consecuencia del perfeccionamiento de las instituciones. Éstas no se eligen por capricho, sino que se derivan del carácter del pueblo y no está en su mano cambiarlas. Puede haber cambio de nombre en las instituciones, pero el fondo no se modifica. Carecen de valor intrínseco, no son buenas ni malas por sí mismas. Es inútil perder el tiempo estableciendo constituciones, ya que la necesidad se encarga de elaborarlas, tal y como ha sucedido con el pueblo anglosajón. Las instituciones y las leyes son expresión de las necesidades de la raza de un pueblo y, por este motivo, no pueden ser violentamente transformadas. Algunos pueblos necesitan ciertas instituciones, como la centralización que teóricamente son malas. Por último, advierte el autor del error de las ideas actuales sobre la influencia de la instrucción en las muchedumbres. La educación no modifica las acciones de los individuos. Los estadísticos han confirmado este extremo afirmando que la criminalidad aumenta con la generalización de la instrucción. Si se lleva mal, es más contraproducente que benéfica. La educación actual transforma en enemigos de la sociedad a todos los que la han recibido. La escuela prepara a los hombres para las funciones públicas, donde se podría triunfar sin objetivo y sin iniciativa, y no para la vida en general. Los conocimientos que no permiten conseguir un empleo hacen del hombre un perturbador y un rebelde. Lo que se le enseña a la juventud de un país permite saber lo que ese país llegará a ser con el tiempo.
Le Bon se ocupa de los factores inmediatos de las opiniones de las muchedumbres, en un segundo capítulo, comenzando con las imágenes, las palabras y las fórmulas. El poder de las palabras está enlazado con el de las imágenes que evocan, y es completamente independiente de su significación real. Estas imágenes varían con la raza y con la edad histórica. Las palabras sintetizan las aspiraciones inconscientes más diversas y la esperanza de su realización. Sin embargo, no todas las palabras poseen el poder de evocar imágenes. Además pueden tener significaciones contingentes y transitorias que cambian de edad en edad y de pueblo en pueblo. El arte de los gobernantes, como el de los abogados, consiste en saber manejar las palabras y una de las grandezas de ese arte es que, en una misma sociedad, las mismas palabras tienen, por lo común, sentido muy diferente para las diversas clases sociales y, precisamente, las palabras más usadas por las muchedumbres serían las que poseen sentido más diferente de uno a otro pueblo. Resulta de utilidad política bautizar con nombres nuevos conceptos antiguos, cuando las palabras con que se les designa producen en las muchedumbres una impresión desagradable. Con base en estas ideas se analiza el sentido diferente de la palabra democracia en América y en Europa. Un segundo factor determinante de las opiniones de las masas serían las ilusiones, que antiguamente eran religiosas y hoy son filosóficas y sociales. Gracias a las ilusiones que, Le Bon califica de «vanas sombras», pero «hijas de nuestros sueños», los pueblos han creado todo lo que constituye el esplendor de las artes y la grandeza de las civilizaciones. Los filósofos de los últimos siglos se han dedicado con fervor a destruir las ilusiones religiosas, políticas y sociales, de las que nuestros padres vivieron durante mucho tiempo y con ello «han secado las fuentes de la esperanza y la resignación» (p. 67). A pesar de sus progresos, la filosofía no ha podido aún ofrecer a las muchedumbres ningún ideal sólido. Hay una necesidad social de las ilusiones y las muchedumbres las prefieren a la verdad. El que ha sabido ilusionarlas se ha convertido en su dueño, mientras que el que intenta desilusionarlas es siempre su víctima. Importante elemento es también la experiencia. Según Le Bon, normalmente las experiencias de una generación resultan inútiles para la siguiente. Solo la experiencia puede establecer en el alma de las multitudes verdades que llegan a ser necesarias y destruir ilusiones que pueden ser peligrosas. La experiencia solo actúa con la condición de ser frecuentemente repetida y realizada a gran escala. Respecto a la razón, el autor presenta el valor negativo de su influencia. Las muchedumbres no son influenciables por razonamientos y solo comprenden las groseras asociaciones de ideas. Las leyes de la lógica no tienen ningún valor para ellas. Así, para convencer a las masas, «es necesario darse cuenta de los sentimientos de que están animadas, fingir compartirlos para intentar después modificarlos provocando por medio de asociaciones rudimentarias ciertas imágenes sugestivas o saber subvenir a sus necesidades adivinando a cada instante los sentimientos que en ellas se producen» (p. 69). En consecuencia, nunca es la razón la que guía a las multitudes.
Sigue avanzando Le Bon en su exposición explicando, en un tercer capítulo, los llamados agitadores de muchedumbres y sus medios de persuasión. El punto inicial es que todos los seres que viven en colectividad tienen una necesidad instintiva de obedecer a un jefe, que en las muchedumbres humanas sería un agitador. La muchedumbre es un rebaño servil que no podría existir sin dueño. En cuanto a la psicología del instigador, plantea Le Bon que ha sido, casi siempre, un agitado, alguien que previamente ha sido hipnotizado por una idea de la cual se ha convertido inmediatamente en apóstol. Por lo común, no se trata de hombres de pensamiento, sino de acción. El desprecio y las persecuciones no les importan y solo consiguen excitarlos más, sacrificando el interés personal y familiar, y su única recompensa es llegar a convertirse en mártires. Serían los únicos capaces de crear la fe en las muchedumbres y proporcionarles una organización. La multitud está siempre dispuesta a escuchar a la persona, que dotada de fuerte voluntad, sabe imponerse, ya que los hombres reunidos en muchedumbre pierden toda voluntad y, por tanto, se inclinan por instinto hacia quien está provisto de ella. La autoridad de los agitadores es muy despótica y, en realidad, solo se impone a causa de este despotismo. Los instigadores tienden a reemplazar cada vez más a los poderes públicos. Considera Le Bon que esto es posible, porque en el alma de las muchedumbres, lo que siempre domina no es la necesidad de libertad sino la de servidumbre, de modo que experimentan tal ansia de obediencia que instintivamente se someten a quien se impone. Entre los directores cabe establecer una división cerrada. Unos serían hombres enérgicos de voluntad firme pero momentánea y de carácter violento, y otros, más escasos en número que los anteriores, poseerían a la vez voluntad firme y estable y, aunque en apariencia sean menos brillantes; y ejercen un influjo mucho mayor. No importa que sean inteligentes o torpes porque el mundo es de ellos ya que la constancia de voluntad que poseen es una virtud rara, pero infinitamente poderosa. Los medios de acción de los instigadores se basan en tres elementos, afirmación, repetición y contagio. Cuando se trata de arrastrar en un momento determinado a una muchedumbre e impulsarla a realizar un acto cualquiera hay que actuar sobre ella con sugestiones rápidas, entre las cuales la más enérgica, es el ejemplo. Pero cuando hay que infundir en su espíritu ideas y creencias se requieren los tres elementos referidos. La afirmación tendrá mayor autoridad cuanto más concisa sea y más desprovista esté de toda apariencia de prueba y de demostración. No obstante, carece de influjo real, si no se repite constantemente. Cuando una afirmación se ha repetido suficientemente y hay unanimidad en la repetición se forma lo que se llama una corriente de opinión, dando lugar a que surja el poderoso mecanismo del contagio. Éste no requiere la presencia simultánea de individuos en un solo punto. La imitación a la cual se atribuye tanto influjo en los fenómenos sociales, no es más que un simple efecto del contagio y éste es tan poderoso que no solo impone opiniones, sino también sentimientos. Es el contagio y no el razonamiento el que permite que se propaguen las opiniones y las creencias de las muchedumbres. Una opinión que adquiere popularidad, aunque sea absurda, acaba por imponerse a las clases sociales más elevadas y cualquier opinión popular se convierte rápidamente en general. En cualquier caso, lo que realmente permite alcanzar poder a las ideas propagadas por la afirmación la repetición y el contagio, es el prestigio que adquieren. Esta cualidad es difícil de definir. Puede llevar consigo varios sentimientos, como el temor y la admiración, pero también puede existir sin ellos. Sería «una especie de dominio ejercido sobre nuestro espíritu, por un individuo una obra o una idea; dominio que suspende nuestras facultades de crítica inundando nuestra alma de sorpresa y respeto» (p. 81). Distingue Le Bon dos tipos de prestigio, el personal y el adquirido; el primero, es algo individual que puede coexistir con la reputación, la gloria, la fortuna o estar reforzado por ella, pero que puede perfectamente presentarse sin éstas. Es una facultad independiente del título y de la autoridad, que posee un reducido número de personas que les permite ejercitar una fascinación verdaderamente magnética sobre los que le rodean. Los grandes conductores de muchedumbres poseían este tipo de prestigio. Por su parte, el adquirido, está mucho más extendido. Lo da el hombre, la fortuna, la reputación y puede ser independiente del anterior. Por otro lado, se podría distinguir el prestigio que ejercen las personas del que ejercen las opiniones o las obras literarias o artísticas. Entre todos los factores que se podrían encontrar en el origen del prestigio, el más importante sería el éxito, hasta el punto de que el prestigio, arrebatado por el fracaso, al igual que el prestigio, se pierde.
Finaliza el segundo libro con un cuarto capítulo, bastante escueto pese al contenido anunciado, relativo a los límites del cambio de creencias y opiniones de las muchedumbres. Por una parte, habría una serie de creencias fijas, generales e invariables que se presentan como guías de una civilización y son difíciles de desarraigar. Se trata de las grandes creencias permanentes que duran siglos, y sobre las cuales descansa una civilización entera y que imprimen orientación a las ideas y son las únicas que pueden inspirar fe y crear deberes. Para establecer una creencia general hay que vencer grandes dificultades, pero una vez arraigadas, adquieren un poder invencible durante mucho tiempo, imponiéndose a los hombres de gran talento, con independencia de su falsedad. En el lado opuesto, estarían las opiniones momentáneas y variables derivadas frecuentemente de los conceptos generales que nacen y mueren en una época. Se caracterizan por su movilidad. Resulta fácil inculcar una opinión pasajera en las muchedumbres, pero muy difícil una creencia duradera, y sería dificilísimo destruir esta última una vez inculcada, requiriéndose incluso una revolución violenta y, aun así, siempre hay algo que perdura. Las opiniones variables nunca exceden de una generación. Afirma Le Bon que, en su época, había una mayor la cantidad de opiniones inestables por tres razones; primero, porque cada día pierden fuerza las antiguas creencias y al irse borrando dejan margen a una multitud de opiniones particulares sin tradiciones y sin porvenir; segundo, porque siendo cada vez mayor el poder de las muchedumbres, y careciendo éstas de contrapesos, se manifiesta con mayor libertad la extremada movilidad de ideas y tercero, por el papel de la prensa que propaga las más opuestas opiniones que van muriendo antes de extenderse lo bastante para que adquieran carácter de generalidad. En el pasado, la acción de los gobiernos, el influjo de algunos escritores y de unos pocos periódicos eran los verdaderos reguladores de la opinión. Hoy han perdido su influencia por completo los escritores y los periódicos no son más que un eco de la opinión. La prensa es la que dirige la opinión y ha tenido que ceder, al igual que los gobiernos, ante el poder de las muchedumbres. Actualmente, la preocupación más grande de la prensa y de los gobiernos, es seguir la opinión.
El último de los libros en los que Le Bon estructura su trabajo lleva por título «Clasificación y descripción de las diferentes clases de muchedumbres». Se divide en cinco capítulos más breves que los anteriores. En el primero presenta las distintas clases de muchedumbres. Así, habla de las heterogéneas que se componen de individuos con independencia de su profesión o grado de inteligencia, donde juega un papel fundamental la raza, hasta el punto de que el espíritu de la muchedumbre es más débil cuanto más fuerte sea aquélla. Al margen de la raza, las muchedumbres heterogéneas pueden ser anónimas (multitudes callejeras) o no anónimas (jurados, asambleas parlamentarias, etc.), radicando la principal diferencia en el espíritu de responsabilidad. De otro lado se sitúan las muchedumbres homogéneas que, a su vez, pueden ser sectas (políticas, religiosas, etc.) formadas por individuos de educación, medios y profesión a veces muy diferentes, cuyo único lazo son las creencias; castas(militar, sacerdotal, obrera, etc.) que representarían el más alto grado de organización de que es susceptible la muchedumbre y solo comprende sujetos de una misma profesión y, en consecuencia, de educación y género casi idénticos y, por último, clases(burguesa, labradora, etc.) integradas por personas de orígenes diversos, reunidas por intereses, hábitos de vida y de educación muy parecidos.
En el segundo capítulo, Gustave Le Bon analiza las muchedumbres criminales, descubriendo en ellas las mismas características que en cualquier multitud: sugestionabilidad, credulidad, movilidad, exageración de los sentimientos (buenos o malos), manifestación de ciertas formas de moralidad, etc. Ahora bien, una muchedumbre puede ser criminal legalmente, pero no serlo psicológicamente. Recoge Le Bon distintos ejemplos, entre los que destaca el de los septembristas, cuya psicología examina a partir de su razonamiento, su sensibilidad, su ferocidad y su moralidad. Un capítulo independiente se dedica a los jurados en los Tribunales de lo Criminal, desde la perspectiva de que el jurado supone un excelente ejemplo de multitud heterogénea no anónima. Afirma el autor que cuando una asamblea deliberante es requerida para dar su opinión acerca de una cuestión que no sea absolutamente técnica, la inteligencia no juega ningún papel, hasta el punto de que una reunión de sabios o de artistas, no tiene, sobre materias generales, juicios diferentes a los de una asamblea de albañiles o tenderos. La estadística demuestra que sus decisiones son independientes de su composición. Como cualquier multitud, el jurado se impresiona mucho por los sentimientos y muy poco por los razonamientos y es sensible al prestigio. Un buen abogado debe procurar excitar el sentimiento del jurado y modificar su discurso según el efecto que ocasione. El orador no tiene necesidad de convencer a todos los miembros de un jurado, sino solamente a los directores que han de dar la pauta a la opinión general, ya que, como en todas las muchedumbres, hay individuos que arrastran a los demás. El jurado tal vez sea la única clase de multitud irremplazable por un individuo y el único que puede moderar la dureza de la ley.
Las muchedumbres electorales o colectividades llamadas a elegir a los titulares de ciertas funciones son el objeto de estudio del cuarto capítulo. Estamos ante muchedumbres heterogéneas, caracterizadas por la pobreza de aptitudes para razonar, la falta de espíritu crítico, la irritabilidad, la credulidad y la inocencia. También se descubre en sus resoluciones el influjo de los “mangoneadores” y la función de los factores antes referidos como la afirmación, la repetición, el prestigio y el contagio. Para seducir a esta multitud, la primera condición que debe reunir el candidato es el prestigio, pero además hay que abrumarla con lisonjas extravagantes y promesas fantásticas. Se puede comprobar, constantemente, que el elector nunca se preocupa de saber hasta qué punto ha cumplido el elegido el programa aclamado y por el que se supone que tuvo lugar la elección. Un papel fundamental lo desempeña el influjo de las palabras y de las fórmulas y el orador que conoce su uso lleva donde quiere a la multitud. Los hombres reunidos en muchedumbre tienden a la igualdad mental, por lo tanto el grado de libertad de que puede gozar una colectividad es menor. Las multitudes tienen opiniones impuestas nunca razonadas. Las opiniones y los votos de los electores están en las manos de los comités electorales y no es difícil influir sobre ellos, con tal de que el candidato sea algo aceptable y posea recursos suficientes. No obstante, lo anterior no lleva a Le Bon a deducir ningún argumento en contra del sufragio universal, a pesar de sus inconvenientes y de su escaso valor psicológico, pero las objeciones pierden su fuerza al recordar el poder invencible de las ideas transformadas en dogmas y el dogma del sufragio universal tendría hoy el poder que en otro tiempo tuvo el dogma cristiano. En cualquier caso, concluye el autor que, con independencia de que sea universal o restringido y de donde se otorgue, el sufragio de las muchedumbres es igual en todas partes, y pone de manifiesto las necesidades y aspiraciones inconscientes de la raza hasta el punto de que el tipo medio de los elegidos en cada país representa el alma de dicha raza, siendo casi idéntico de una generación a otra.
Finaliza el trabajo de Le Bon con un último capítulo centrado en las asambleas parlamentarias. Se trata de multitudes heterogéneas no anónimas que representan el ideal de todos los pueblos civilizados modernos. La simplicidad de las opiniones es una de sus principales características. En todos los partidos, sobre todo en los pueblos latinos, se encuentra una tendencia invariable a resolver los más complicados problemas sociales por los principios abstractos más simples y por leyes generales aplicables a todos los casos. El ejemplo más perfecto de la simplicidad de las asambleas estaría representado por los jacobinos de la Revolución francesa. Por otra parte, las multitudes parlamentarias son muy sugestionables. La sugestión emana de los «mangoneadores poseedores del prestigio», pero tiene límites muy precisos que es importante señalar. Así, habría determinadas cuestiones sobre las que los miembros de una asamblea tienen opiniones fijas e irreductibles que ninguna argumentación puede quebrantar. Por otro lado, cada partido tiene sus caudillos que, a veces, ejercen un gran influjo y esto hace que el diputado se encuentre entre sugestiones contrarias y vacile. Estos caudillos, llamados jefes de los grupos, son los verdaderos soberanos de la asamblea y su prestigio es suficiente para ejercer un poder absoluto. Además de utilizar los tradicionales medios de persuasión, necesitan penetrar en la psicología de las muchedumbres y hablarles en su lenguaje, así como conocer el influjo fascinador de las palabras, de las fórmulas y de las imágenes. La inteligencia suele perjudicarles y, en la historia, los oradores más torpes son los que han ejercido una mayor influencia. El éxito de un discurso parlamentario depende casi únicamente del prestigio del orador, nunca de las razones que alega. Se trata de excitar a la asamblea para convertirla en un rebaño inestable obediente a todos los impulsos. Sin embargo, solo son multitudes en ciertos momentos, ya que los individuos que las componen consiguen guardar su individualidad en gran número de casos y, precisamente por ello, la asamblea puede elaborar leyes técnicas excelentes. En realidad, estas leyes son obra de un hombre concreto que las crea en el silencio de un gabinete. A pesar de las dificultades de funcionamiento, la asamblea parlamentaria es el mejor medio que ha encontrado un pueblo para gobernarse y escapar de las tiranías personales. Sus principales perjuicios serían el despilfarro de fondos públicos y la restricción progresiva de las libertades individuales. La creación de una serie innumerable de medidas legislativas conduce, de forma inevitable, a aumentar el número, el poder y la influencia de los funcionarios encargados de aplicarlas. Éstos llegan a ser los verdaderos dueños de los países civilizados, siendo su poder mayor en tanto que la única casta que escapa a los cambios de gobierno es la administrativa que es la que posee la irresponsabilidad, la impersonalidad y la perpetuidad. Concluye Le Bon mostrando la evolución general de las civilizaciones con la intención de arrojar alguna luz a las causas del poder de las multitudes, precisando con el estilo literario que ha caracterizado toda su obra que «pasar de la barbarie a la civilización, persiguiendo un sueño, después declinar y morir cuando el sueño ha perdido su consistencia; tal es el ciclo de vida de un pueblo» (p. 136). [Recibida el 30 de noviembre de 2012].
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