Revista europea de historia de las ideas políticas y de las instituciones públicas


ISSN versión electrónica: 2174-0135
ISSN versión impresa: 2386-6926
Depósito Legal: MA 2135-2014

Presidente del C.R.: Antonio Ortega Carrillo de Albornoz
Director: Manuel J. Peláez
Editor: Juan Carlos Martínez Coll


PALABRAS EN EL ACTO DE IMPOSICIÓN DE LA CRUZ DE SAN RAIMUNDO DE PEÑAFORT DE PRIMERA CLASE A JOSÉ CALVO GONZÁLEZ POR PARTE DEL MINISTRO DE JUSTICIA RAFAEL CATALÁ

José CALVO GONZÁLEZ

Resumen: La imposición de la medalla de San Raimundo de Peñafort de primera clase al profesor José Calvo González por parte del ministro de Justicia Rafael Catalá debe ser calificada como un reconocimiento bien merecido a quien está valorado como un investigador de primera categoría y un cultivador de lo que se denomina Derecho & Literatura, de entidad relevantísima, hasta tal punto que sería difícil encontrar algunos que le precedan en valía intelectual en ese campo jurídico en Europa o en América. Calvo González ha sido no solo un teórico del Derecho, sino un magnífico magistrado substituto que ha puesto sentencias merecedoras de los mayores reconocimientos. Cuenta ya con un doctorado honoris causa y pilota una escuela jurídica cada vez más reconocida, y no se puede predicar de él, lo que Chamfort atribuyó a otros: « L’habileté est à la ruse ce que la dextérité est à la filouterie ».

Palabras clave: Rafael Catalá, José Calvo González, Derecho y Literatura, Universidad de Málaga, Filosofía del Derecho. [Redacción de la revista]

Excmo. Sr. Ministro de Justicia
Ilmo. Sr. Subdelegado de Gobierno en Málaga
Autoridades Civiles y Militares, Judiciales y Académicas
Señoras y Señores
Amigos

Gratitud ha de ser, a virtud no sólo de la cortesía, la palabra primera que aquí pronuncie. La gratitud es, en el interiorismo del alma, una estancia reservada que ocupa lugar más en lo íntimo de la emoción, más allá del solo agradecimiento. Y a la de gratitud deben seguir, también, otras dos, que son modestia y pudor, pues con ellas acepto la distinción de la que hoy se me hizo entrega, un hito muy especial en el cursus honorum de mi carrera como jurista, a la que los años y, sobre todo, la fortuna, me permitieron acceder. La modestia porque, como la templanza, es uno de los atavíos de la Justicia, y así quisiera vestir lo que pueda haber de ésta en su concesión. El pudor, por razón de quienes con mayor mérito la ostentaron y la recogerán; así, pues, no me cabe disimular turbación.

Soy un profesor de Universidad que enseña del Derecho su Filosofía y mi mirada hacia lo jurídico es jánica. El Dios romano Janus, correspondiente a nuestro mes de enero –un enero como éste– se figura con el rostro orientado simultáneamente a la contemplación del pasado y el futuro. Yo no he dejado de mirar –de mirarme, en realidad– en mis maestros de la Universidad de Sevilla, y deseo recordarlos en este momento: entre muchos, en particular, a los Dres. Alfonso de Cossío Corral y Juan Jordano Barea (Derecho Civil), Manuel Olivencia Ruiz (Derecho Mercantil), Miguel Rodríguez-Piñero Bravo-Ferrer (Derecho del Trabajo), Jaime García Añoveros (Derecho Financiero y Tributario), José Aparici Díaz (Derecho Romano), Ignacio María de Lojendio e Irure (Derecho Político), José Mª Navarrete Urieta y Francisco Muñoz Conde (Derecho Penal), Francisco Elías de Tejada Spínola (Derecho Natural), José Martínez Gijón y Bartolomé Clavero Salvador (Historia del Derecho), Alberto Bernárdez Cantón (Derecho Canónico), Faustino Gutiérrez-Alvíz Armario (Derecho Procesal), o Manuel Clavero Arévalo (Derecho Administrativo). Sus cátedras eran excelencia; en ese mos maiorum, ese ejemplo de los mayores, en sus virtudes, he puesto el norte de mi enseñanza. Y también en otro maestro de la universidad hispalense que, no obstante faltarme su vivo magisterio, estimuló mi formación ético-política y ha sido presencia espiritual concreta, unida a la figura de Bartolomé de Las Casas, en el compromiso con los Derechos humanos; hablo de Don Manuel Giménez Fernández, a quien estudié en mi tesis doctoral. Hacia la evocación de todos ellos se deslizan ahora mis palabras, llenas de respeto y admiración, y el deseo de compartir con su nobleza la de esta distinción.

Pero la perspectiva de un docente universitario apunta igualmente hacia el porvenir, que es siempre el alumnado, y en esa proyección trata de fundir las generaciones jóvenes con las mayores. Igualmente, de entre quienes fueron mis alumnos –he tenido muchos en 36 años de docencia en la Universidad de Málaga– recibí el obsequio de su excelencia. La mejor dádiva que un profesor puede recoger son alumnos que en la carrera del tiempo se tornan colegas y discípulos. En este acto quiero devolverles su agasajo, porque los años han sido generosos conmigo reuniendo, además, el homenaje de su amistad.

Con todo, un profesor de Universidad que asimismo sea jurista y filósofo del Derecho no únicamente ha de ojear en el tiempo pretérito o el venidero; debe tener punto de vista acerca de lo contemporáneo, la cotidianidad, el presente. En inspiradoras páginas de Francesco Ferrara leí que la ciencia jurídica no debía permanecer a distancia de los “rumores del día”, encerrada en un magnífico y solitario castillo de marfil, sino asomarse y entrar en la vida, seguir su movimiento y aspiraciones, consciente en todo momento de que es el Derecho quien debe ajustarse a la vida, no a la inversa. Hoy, sin embargo, a menudo el rumor de los días deja confusión y desconcierto respecto a la pretensión de lo que como Derecho aspiró siempre a ser un resultado más reposado y armónico. Con demasiada frecuencia el ‘ruido’ jurídico aturde y ofusca, y produce hastío. El jurista, hoy, precisa –como en el verso machadiano– detenerse a distinguir “las voces de los ecos”, y también remover la ceniza del tedio jurídico, levantando del rescoldo la cama de brasas donde la ascua del triunfo del Derecho aún conserva el fuego de su Espíritu.

Este Fuego del Espíritu del Derecho, su Triunfo, es el que ha inflamado mis convicciones jurídicas más profundas. Permítanme mostrarles algunas fundamentales.

Prendido de ese fuego, no considero precisamente una conquista romper la incumbencia entre el Arte y el Derecho. Si, desde Celso, ius est ars, entonceslo que se ha hecho Derecho fue siempre un artefacto; o sea, ars factum, lo hecho con arte. La producción de lo jurídico igualmente puede expresarse como máquina, mecanismo o dispositivo; es decir, como artificium. Así lo sostuvieron Hobbes en el ingenio del aparato estatal, y Hume para la fábrica normativa y la convencionalidad de la justicia. Y, antes que éstos, Plauto en su Epídico, declarando la fictoría –así la llamaré– de todo Derecho y toda Ley (“Omnium legum atque jurium fictor”, iii. 4. 86). Pero nada de eso debe hacernos olvidar que la Vida es siempre el gran Fidias; el efectivo artífice, el verdadero fictor de toda nuestra realidad jurídica. Por tanto, si el Derecho es una exudación de la vida, no ha de convertirse en el sudario que la amortaje.

Entiendo que la ardiente llama del Derecho triunfante no está para alumbrar el oscuro destino de la Ley convertida en espectáculo de sí misma –esa modalidad de fetichismo jurídico que tanto criticó Geny– porque ninguna explicación lúcida procurará en torno a qué sea el Derecho, y menos aún los Derechos en un Estado Constitucional. La Ley es un ejercicio de la razón iluminada y creo, plenamente convencido de ello, que las razones de la Ley no producen monstruos, sino que nos preservan y nos salvan de conductas dictadas, como escribió Montesquieu, según la fantasía de cada hombre, de la phantasma en el decir del tesoro que reunió Covarrubias en nuestra lengua. No puede ser el Derecho, por tanto, una phantasma urdida por hombres que se autoproclaman –entonados, graves y presuntuosos– vicarios de apariciones o visionarios de lo que ninguno más ve y todos hemos de creer cerrando los ojos a la luz de la razón.

En la ardorosa fe en el triunfo del Derecho, que aprendí de Jhering, creo como Kant en La paz perpetua que “la posesión de la fuerza perjudica inevitablemente al libre ejercicio de la razón”, y como jurista tocado por la exaltada pasión de su cultivo debo denunciar a quienes acercan diariamente pábilos a los polvorines, queriendo pegar fuego en ellos, y alzar la llamarada de un incendio abrasador. El jurista genuino, me parece, debe conocer los usos del fuego, en especial el peligro de su osadía, y aprender el empleo precautorio de lo que en otras geografías se nombra como ‘fuego frío’. Un ‘fuego frío’ del que, sin calcinarlo, el Derecho renazca y reverdezca más exuberante y copioso de frutos. La Constitución, en este sentido, actúa como un ‘fuego frío’. También el consenso es otra de las formas de ese ‘fuego frío’; pero será jurídico sólo si es metodológico, y no escuetamente estratégico, sin más circunstancial y apenas perdurable.

Y aún diré que el fuego del Espíritu del Derecho llevado a su último triunfo debe aspirar a encender las estrellas. La refulgente Astrea, que relumbra en el firmamento como símbolo de la Justicia de los hombres, no para todos es visible. La desigualdad, el sufrimiento, la exclusión, el truncamiento de los anhelos más elementales, son constelaciones que estorban su visión a niños, ancianos, mujeres y hombres en muchos lugares del mundo; un mundo inmediato al nuestro y con el lindante. Astrea es para ellos una estrella de brillo mortecino, tal vez ya extinguida definitivamente. Nuestro deber como juristas es agitar fuego del Espíritu del Derecho, que sus pavesas asciendan en el aire, que sean destello incandescente, e inflamen con su lumbre el fulgor del Triunfo del Derecho, de los Derechos. Yo creo en la potencia iluminadora del Derecho, y que ella constituye la Poética de la Justicia y la Historia, el motor y la fuerza de su revolución civilizatoria.

Termino. Esta distinción quisiera dedicarla a mi mujer, María José, por su amor y paciencia cada día, y a mis hijas, Alejandra y Marta, que me adelantan los dones del mañana.

Muchas gracias [Recibido y pronunciado el discurso el 16 de enero de 2017].



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