Revista europea de historia de las ideas políticas y de las instituciones públicas


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Depósito Legal: MA 2135-2014

Presidente del C.R.: Antonio Ortega Carrillo de Albornoz
Director: Manuel J. Peláez
Editor: Juan Carlos Martínez Coll


LA LEGITIMIDAD POLÍTICA EN EL ESTADO DEMOCRÁTICOREPRESENTATIVO. BREVE EXAMEN DESDE LA TRADICIÓN CLÁSICA

Sergio Raúl CASTAÑO*

Para citar este artículo puede utilizarse el siguiente formato:

Sergio Raúl Castaño (2014): “La legitimidad política en el Estado democráticorepresentativo. Breve examen desde la tradición clásica”, en Revista europea de historia de las ideas políticas y de las instituciones públicas, nº 7 (septiembre 2014).

Resumen: El artículo, desde la perspectiva de la tradición clásica, propone un análisis de los fundamentos de legitimidad del Estado democrático-representativo de hoy, que recala en los principios de legalidad, derechos fundamentales y soberanía del pueblo, con el fin de detectar en cuál de todos ellos quepa radicar el eje de legitimación del sistema político-jurídico del constitucionalismo liberal.

Palabras clave: Legitimidad, Legalidad, Derechos fundamentales, Soberanía del pueblo, Derecho natural, Michel Villey.

Zusammenfassung: Der Beitrag legt –unter dem Gesichtspunkt der klassischen Überlieferung- eine Untersuchung der Legitimitätsgrundlagen des heutigen demokratischen Verfassungstaates vor; diese Untersuchung, die die Legalität, die Grundrechte und die Volkssouveränität als Legitimationsprinzipien thematisiert, hat den Zweck festzustellen, in welchem von all diesen Prinzipien der Legitimationsschwerpunkt des juristisch-politischen Systems des liberalen Konstitutionalismus liegt.

Palabras clave: Legitimität, Liberalismus, Legalität, Grundrechte, Volkssouveränität, Naturrecht.

A. LOS PRINCIPIOS CLÁSICOS DE LEGITIMIDAD DEL PODER POLÍTICO. A MANERA DE SÍNTESIS

La legitimidad aparece, primariamente, como la ordenación del obrar de la autoridad a la consecución del bien común político, el cual debe ser entendido ‒en la estela del realismo teleológico-objetivista de Aristóteles y Tomás de Aquino‒ como la máxima perfección participable intramundana, regulada por los principios primarios de la ley natural. Pero el fin exige, por un lado, medios a él conmensurados; por otro, que tales medios sean dispuestos por quienes se proponen ese fin. Por ello, secundariamente, la legitimidad consiste en el acceso al mando y el ejercicio del poder de acuerdo con la forma prevista por la propia comunidad a través de la constitución vigente, la cual a su vez se asienta en la tradición política del pueblo ‒como medida de legitimidad y principio de interpretación de la constitución jurídica‒. Inspirándonos en Chesterton1, cabría sostener que la tradición política representa la forma más auténtica y valiosa de la democracia, aquélla en que innumerables generaciones de ciudadanos han expresado sus acuerdos objetivos básicos respecto de la organización de una comunidad concreta, inmersa en circunstancias particulares intransferibles.

En efecto: la ley natural prescribe la presencia y la acción del mando político para la existencia de la comunidad autárquica y, por ende, para la consecución del bien común; mas no dice –ni podría decir– quién ha de mandar, ni cómo se ha de mandar (es decir, no señala ni los titulares ni la estructura particular del régimen). Estas últimas determinaciones las señalará la constitución positiva; o sea que todas las formas de gobierno y de Estado son de derecho positivo –lo cual implica que no hay formas de gobierno de derecho natural2–. Por su parte, la constitución comunitaria se condensa pero no se agota en la norma jurídica. La constitución, entendida como norma jurídica fundamental, supone a su vez un entramado de factores y de substratos que, aunque no formalmente jurídicos, estructuran, disponen, configuran y –a la postre– norman la totalidad de las relaciones sociales3. Tal la constitución “plenaria” de la comunidad, cuyo ápice consiste en el orden jurídico-político4.

Así, el título de mando político es secundum legem. Como en el caso de la casi totalidad de las normas jurídicas, la norma de la investidura que crea el título de quienes gobiernan es en parte natural y en parte positiva. Pues esa ley de investidura prescribe un fin, la prosecución del bien común; pero su forma –que señala ciertos titulares y cierto modo de acceso al poder– no viene dada por la naturaleza sino que consiste –para decirlo con los términos de Schmitt (que pertenecían a de Maistre)5– en el concreto modo de existencia política y jurídica, determinado por cada comunidad desde su particular talante. Este segundo elemento es continente de un valor político peraltado, en la medida en que se basa en el orden históricamente consensuado de la convivencia (i.e., la tradición política).

Con todo, el régimen constitucional, como fin intermedio (o fin “quo”), se ordena al fin último participable a alcanzar. En consecuencia, la legitimidad de ejercicio prima sobre la de origen. Luego, la legitimidad de origen no garantiza por sí misma la justicia del gobierno; de allí que un gobierno con legitimidad de origen pueda perder la legitimidad ut sic por atentar contra el bien común; y que la ilegitimidad de origen pueda sanearse por el recto ejercicio del gobierno6. Y de allí que la perentoriedad de resguardar el bien común y la supervivencia misma de la comunidad señale la licitud –o incluso imponga la obligación– de resistir al poder; o hasta de acceder al gobierno, en casos excepcionales, por defuera del cauce jurídicamente vigente7.

En función de lo dicho puede intentarse delinear una respuesta a la cuestión de si ambas facetas (o “principios”) de la legitimidad del poder político son especies de un género o formas análogas. Debe afirmarse en tal sentido que no se trata de dos especies del mismo género, ya que en tales casos la perfección genérica común se realiza idénticamente en ambas especies; así “animal” en “caballo” y “perro”. Por el contrario, la legitimidad se realiza más acabadamente en la justicia de los actos de gobierno que persiguen el bien común que en el modo de acceso al poder. Es decir que la potestad política, en la medida en que es una función de y en la comunidad, se legitima primera y fundamentalmente a partir del fin al que se ordena. Luego, la legitimidad de ejercicio es legitimidad “per prius”, mientras que la de origen lo es “per posterius”8.

B. LA LEGITIMIDAD EN EL ESTADO CONSTITUCIONAL-LIBERAL

I. Introducción

Tras haber espigado la doctrina clásica y realista de los principios de legitimidad del poder político, se nos plantea la cuestión del fundamento de legitimidad del moderno Estado democrático-representativo, o Estado de derecho (sea “liberal-burgués”, sea “social”), o Estado constitucionalista, hoy vigente en todo el ámbito occidental y en buena parte del mundo.

Sean cuales fueren sus denominaciones, nos las habemos con la forma política más lozana de nuestro tiempo, aquélla que, tras la caída del socialismo, convoca cada vez más adhesiones, prácticas y teóricas: el constitucionalismo, expresión jurídico-política por antonomasia del liberalismo.

En la cuestión que aquí abordamos hemos intentado asumir la tarea crítica rigurosa que le cabe a los saberes políticos, sin perder nunca de vista el supuesto racional de que en nuestro objeto de conocimiento resulta ilícito erigir dogmas, aunque éstos se hallen avalados por una vigencia epocal creciente. Hay por lo menos tres principios que podrían aspirar a constituir el fundamento de legitimidad del Estado liberal.

II. El principio de legalidad
1. Legalidad y legitimidad

El primero de ellos es la legalidad. Ahora bien, este principio pospone la verdadera discusión sobre el fundamento, ya que con él no queda explícito cuál es el criterio que funda a su vez el valor de las normas –incluyendo la norma primera (la constitución)–. Luego, apelando a la legalidad no se plantea aún el principio de justicia que regula la acción del poder supremo, i. e., del poder que establece e interpreta el derecho vigente. Porque en este caso 1) o se presupone o se afirma como principio que todo lo que resuelva en definitiva el poder vigente –el cual, por ser poder vigente, ya es el dueño de la legalidad– resulta ser justo, recto y racional: en otros términos, legítimo; 2) o se acude a la tesis convergente del positivismo jurídico, según la cual la justicia del Derecho y legitimidad de la Política son temas racional y objetivamente irresolubles, por ser expresión de intereses subjetivos, con lo cual el científico de la Política y del Derecho no debe ocuparse de ellos. Luego, lo único que cuenta es la legalidad.

Planteemos el problema tal como aparece prima facie, casi diríamos fenoménicamente: ¿Legalidad y legitimidad se identifican? – Debe decirse que en modo alguno. Hay allí una distinción canónica para los saberes políticos y jurídicos, y ampliamente justificada. Si se pretendiera identificarlas, se caería en la aceptación o convalidación de la voluntad del poder, cualquiera fuese el contenido de la decisión (‘legal’) del poder. El fallo de la Suprema Corte de los EEUU “Scott vs. Stanford” era legal, dentro de un sistema paradigmático del Estado de Derecho constitucional moderno, pero le negaba el pleno status de persona a los negros. Se trata de un mero ejemplo. El aborto legal es otro. En ambos casos nos enfrentamos con decisiones legales que ignoran los títulos jurídicos de la persona –fundados en la naturaleza del hombre– para ser tratada como tal.

Veamos entonces cómo se presenta y qué cabe argumentar frente a la actual reducción de la legitimidad (sobre todo, de la de ejercicio) a la legalidad.

2. La resolución de la legitimidad de ejercicio en la legalidad: la cuestión en Sartori

Aunque es un hecho que un sector de la teoría política y jurídica contemporánea pretende deshacerse de la noción de ilegitimidad de ejercicio y, consiguientemente de tiranía de régimen, no dejan de llamar la atención las aporías e incluso contradicciones en que incurren tales propuestas. Así, Giovanni Sartori, en su último y hasta ahora definitivo libro sobre la democracia, descarta el juicio sobre el ejercicio legítimo del poder, en la medida en que para tal evaluación debería acudirse a formas suprapositivas de derecho.

En efecto, al oponer tiranía a democracia sostiene que dejará de lado el concepto de tiranía porque su elaboración medieval y renacentista tiene hoy escasa relevancia. Ejemplo de la cual sería “la distinción entre tiranía quoad exercitium, por el modo de ejercer el poder, y tiranía ex defectu tituli, es decir, por defecto de legitimidad” (subrayado nuestro). De tal suerte aparece explícita la reducción de la cuestión de la legitimidad del poder al modo en que a él se accede, o a las vías de la investidura; o, como queda claro por el contexto de este libro de Sartori sobre la democracia, la reducción de la cuestión de la legitimidad del poder al modo de la designación de sus titulares. No se plantea, pues, el juicio sobre el ejercicio del poder en términos de legitimidad, ya que, como acota enseguida en el mismo trecho Sartori, tal evaluación era hecha (en el pasado) según criterios de derecho común, natural o divino9.

Nos las habemos aquí con una afirmación de la máxima significación doctrinal, que representantes insignes del positivismo jurídico han sostenido en su campo específico. Así, Norberto Bobbio afirma que “legitimidad”, como “legalidad”, son dos atributos del poder. Cuando los usan los juristas suelen fungir como sinónimos, si bien la primera nota reviste un matiz vinculado al título, mientras que la segunda se refiere ante todo al ejercicio10. Ahora bien, repárese en que el problema de la legitimidad –análogamente al de la justicia– para el positivismo no es un problema jurídico, sino moral. Y lo moral en tanto tal –separado (metódicamente y por principio) de la política y del derecho– se identifica sólo con valoraciones privadas y subjetivas que no constituyen fundamento objetivo de obligación jurídica alguna. Dentro de esa línea de pensamiento, Bobbio, acudiendo a la analogía, sostiene que como la justicia es la legitimación de la regla, así la validez es su legalidad. Pero para el positivismo “tomado en su expresión más radical” –dice– una norma puede ser válida sin necesidad de ser justa; es más, es justa por el solo hecho de ser válida. La validez, en ese contexto teórico, estriba en la derivación de la norma a partir de las exigencias de las normas supraordenadas, hasta llegar a una última norma fundamental que confiere validez a la totalidad del ordenamiento (Kelsen)11. Así pues, y aplicando analógicamente esa tesis, el ejercicio del poder político por sus legítimos titulares podrá juzgarse ilegal, pero –estrictamente hablando, desde una perspectiva jurídico-política positivista– no podrá juzgarse como ilegítimo. Las acciones del poder del Estado no tienen, pues, sino el límite de la ley positiva, cuyas prescripciones señalan los fines obligatorios que deben ser cumplidos en el Estado, sin que sea lícito aplicarles otra medida axionormativa que exceda el llamado “control de constitucionalidad”. En otros términos, la legitimidad queda absorbida por la legalidad.

Volvamos ahora al análisis de los planteos de Sartori.

3. Observaciones críticas y una respuesta a Sartori desde el mismo Sartori

Es de notar que, a pesar de su prejuicio, Sartori termina convalidando y recurriendo a las categorías realistas sobre la tiranía de la tradición clásica. En efecto, no obstante su cuestionamiento al uso del término “tirano” por la ciencia política contemporánea (“[m]e deshago, inmediata y rápidamente, de tiranía y de despotismo”, dice al comenzar a analizar los posibles opuestos de democracia), Sartori llama a Hitler y a Stalin “tiranos”12. Pero, como es sabido, el primero de ellos, en particular, llegó al poder por la vía legal, de acuerdo con la constitución positiva y designado por el voto del cuerpo electoral; fue respaldado por un posterior plebiscito que le fue abrumadoramente favorable (88% de los votos en 1934, tras un año de gobierno) y, asimismo, autorizado por una ley de plenos poderes que fue prorrogada en 1937 y en 1943. No es justamente ilegitimidad de origen (ni ilegalidad, ni falta de consenso) lo que puede endilgarse a Hitler, sino el paradigmático mal uso del poder, es decir ilegitimidad de ejercicio, la cual constituye la más disvaliosa de las formas de perversión del poder. Y precisamente con esa significación emplea Sartori el término “tiranía” ¿Será que acaso el mal ejercicio del poder del Estado, a pesar de todos los prejuicios, es (y no puede dejar de ser reconocido como) ilegitimidad (o sea, “tiranía”)? Pues nótese que es precisamente suponiendo la regulación universal y objetiva de esas normas superiores por lo que sobre todo se llama “tirano” a Hitler, aunque quien lo haga no pertenezca al ámbito doctrinal “medieval” (como es el caso del mismo Sartori) ¿O acaso el régimen de Hitler habría dejado de ser tiránico si sus proyectos de ley hubiesen sido aprobados por un Reichstag y además declarados conformes a la constitución (o al sucedáneo normativo que estuviera vigente en ese momento) por tribunales que ejercieran un control de constitucionalidad?

4. La licuación de la legitimidad en la legalidad juzgada por los dos principales teóricos del Estado del siglo XX

a) La constitutiva subordinación deóntica del Estado y del poder político al derecho natural en Hermann Heller
A la hora de encarar la relación entre Sein y Sollen Heller no dejará de enfatizar la diferencia entre legalidad y legitimidad frente a las corrientes que en su tiempo habían formulado paradigmáticamente la idea de la absorción de la segunda por la primera (Weber); e incluso también preconizado, ya no como descripción histórico-fenoménica sino como respuesta idónea al problema de la legitimidad del poder, la resolución del valor jurídico-político en una geometría legal de raigambre positivista-normativista (Kelsen). Contra este último, su más perdurable adversario teórico, Heller sostiene que la legitimidad no surge de la posición arbitraria de un deber ser cualquiera. Tal es precisamente el caso de un poder absolutamente desentendido de los principios ético-jurídicos fundamentales: dado que el poder vigente es fuente de la legalidad positiva, si la juridicidad ha sido reducida a ésta, luego cualquier decisión del poder es Derecho y el problema de la legitimidad queda extrañado fuera del ámbito de la Política (tal como, ipso facto, el problema de la justicia queda radiado del ámbito de la juridicidad). Así, con semejante presupuesto, todo acto del poder es jurídico y cualquier Estado es Estado de Derecho. La creencia en la legalidad se traduce, en su forma más corriente, en la docilidad a aceptar como legítimo todo precepto jurídico “formalmente correcto”, establecido “según la forma procedimental ordinaria”; tal temperamento es teoréticamente falso y además comporta en sí misma, juzga Heller, una involuntaria constatación de la degeneración (Degeneration) de la conciencia jurídica (sic). Con el principio de división de poderes, polémicamente esgrimido contra el absolutismo monárquico, se creyó poder asegurar la legitimidad a través de la legalidad, en la medida en que los representantes del pueblo establecerían la ley que debería ser observada por los demás órganos del poder. Ahora bien, ese principio de organización no basta para garantizar la juridicidad sino en la medida en que se suponga, fundando los actores del órgano democrático legislativo, la acción de una razón práctica que determina para sí misma su propia rectitud. Pero la realidad es que la división de poderes (rectius: de órganos) no es sino un mero principio de organización del poder, que nada dice la justicia del Derecho positivo, si no es recurriendo a una predestinación metafísica que lleve a ello –y en la que hoy nadie cree, acota Heller–. En definitiva, la legalidad del Estado de derecho democrático no resuelve el problema de la legitimidad.

Por el contrario, para Heller el fundamento de justificación del Estado y del derecho está anclado en la preservación y ejecución de los principios éticos fundamentales del Derecho (sittliche Rechtsgrundsätze), operadas a través de la concreción positiva y de la aplicación imperativa de dichos principios fundamentales. Por ello el poder del Estado sólo se justifica –radicalmente– por su ejercicio: en los términos de Heller, por el servicio a la justicia (“Dienst der Gerechtigkeit”)13. Y cabe señalar que, según las palabras del propio autor, “lo que se llama auténtico derecho natural yo lo denomino como principios éticos constitutivos del Derecho o principios jurídicos fundamentales”14.

b) La crítica de Carl Schmitt a la pretensión de superación del problema de la tiranía de ejercicio
En su obra Legalidad y legitimidad, Carl Schmitt constata que el Estado liberal ha superado (rectius, pretende haber superado) el problema de la tiranía de ejercicio. En efecto, el poder legal permanece indiferente y ajeno frente a todo valor material de justicia. La ausencia de contenido de la mera estadística vacía de fundamento racional a la ley; su neutralidad es, en realidad, neutralidad e indiferencia frente a lo justo y a lo injusto (objetivos). Schmitt muestra que el sistema veta la posibilidad de considerar injusta la decisión de la mayoría de los representantes: lo injusto queda excluido del concepto mismo de la ley (“formal”). En tanto emane del parlamento de acuerdo con el procedimiento constitucionalmente previsto, la ley será justa y constituirá derecho, cualquiera sea su contenido.

La doctrina clásica ha distinguido entre el tyrannus ab exercitio y el tyrannus absque titulo, recuerda Schmitt. El primero ha llegado al poder de acuerdo con los canales legalmente vigentes, pero hace mal uso de su derecho de imperio, es decir, ejerce el poder con injusticia. Pues bien, señala nuestro autor, si se parte de la premisa de la neutralidad frente a todo valor y todo contenido material de la decisión –como lo hace el concepto funcionalista de legalidad liberal– ya no es posible imputar ejercicio injusto del poder a quien lo ejerce con títulos constitucionales. Es así como al poder legal, que por fundarse en la mayoría ya no puede ser tachado de ilegítimo por el origen, tampoco podrá nunca imputársele ilegitimidad de ejercicio, toda vez que no existe el mal ejercicio del poder detentado por los representantes de la mayoría. El poder del Estado sustentado en el 51% de los votos es de suyo legítimo, y todas sus decisiones son justas por el hecho de ser legales. Con ello desaparece la posibilidad misma de referirse al poder legal del Estado democrático-representativo como “injusto”, y el tirano deja de ser tal mediante el artilugio lingüístico de ya no llamarlo más “tirano”. Ahora bien, objeta Schmitt, el vaciamiento formal-funcionalístico de la ley operado por el Estado liberal ni soluciona el siempre vigente problema del ejercicio tiránico del poder, ni supera la eventualidad del derecho de resistencia a la tiranía (que no dejará de ser tiranía por ser “legal”)15.

Surge así del análisis de Schmitt que la neutralidad axiológica del legislador liberal, para quien “ley es la decisión momentánea de una mayoría momentánea”, se halla detrás de su pretensión de disolver el problema teorético y práctico del ejercicio injusto del poder. Pues ninguna decisión es injusta si se ha atenido a un determinado procedimiento formal. Hay aquí, como resulta evidente, una toma de posición agnóstica y relativista. Decía por ello el autor en El defensor de la constitución: «[…] se manifiesta por vez primera en la conciencia histórica la neutralidad política interior del Estado en forma de neutralidad del Estado con respecto a las religiones y confesiones [...] En última instancia este principio debe conducir a una neutralización general respecto de todas las concepciones y problemas imaginables, y a una equiparación absoluta, según la cual, por ejemplo, el hombre de ideas religiosas no ha de gozar de protección mayor que el ateo, ni el nacionalista de mejores derechos que el enemigo y difamador de la nación. De ahí resulta, además, la absoluta libertad de todo género de propaganda: la religiosa como la antirreligiosa, la nacional como la antinacional; absoluta 'consideración' a los que 'piensan de otro modo' aun cuando contradigan las costumbres y la moral, aun cuando combatan la forma del Estado y desarrollen una agitación al servicio de Estados extranjeros»16.

Agrega Schmitt respecto del recurso a las mayorías agravadas para ocuparse de cuestiones de gravedad institucional: una cualificación legislativa de naturaleza cuantitativa (quantitative Erschwerung) puede constituir un medio técnico de restricción, mas nunca implicará un principio universal (allgemeines) de justicia y de racionalidad. En la figura del propio autor: «Sería sobre todo una peculiar manera de ‘justicia’ explicar a una mayoría como tanto mejor y más justa cuanto más opresiva sea, y afirmar abstractamente que el hecho de que 98 hombres maltraten a 2 sería mejor que el de que 51 maltraten a 49. Aquí la matemática pura se transforma en pura inhumanidad»17.

No se puede, exclamaba asimismo este autor hace 80 años, poner solemnemente el matrimonio, la religión y la propiedad privada bajo el amparo de la constitución y prever en la misma constitución cuáles son los procedimientos legales para vulnerarlos. Tampoco es lícito rechazar un radicalismo cultural contrario a la fe y al mismo tiempo ofrecerle la siempre abierta alternativa de la igualdad de oportunidades, con la cual ese radicalismo podría alcanzar el poder e imponer su ideología a la sociedad. Y es una excusa “miserable e inmoral”, condena Schmitt, decir que la eliminación del matrimonio y de las Iglesias es ciertamente legal, pero que es de esperar que las mayorías no resuelvan nunca la abolición legal del matrimonio ni la implantación de un Estado laicista o ateo.

En última instancia, el principio mediato y basal que sostiene tal pretensión de disolver el problema teorético y práctico del ejercicio injusto del poder es el de que la mayoría –mejor dicho: los titulares del poder por ella investidos– no reconocen límite axionormativo alguno. Esto supone el tránsito a la “teología política”, dirá Schmitt, ya que tal pretensión se apoya en la atribución de caracteres divinos a la mayoría que vota: “la creencia de que todo el poder emana del pueblo recibe un significado similar al de la creencia de que todo el poder de la autoridad procede de Dios”18.

La reducción de la legitimidad de ejercicio a la legalidad supone, pues, el principio de soberanía del pueblo.

III. La protección de los derechos fundamentales
De los tres principios que podrían aspirar a constituir el fundamento de legitimidad del Estado liberal, el segundo de ellos es la protección de los derechos particulares (individuales o sociales).

1. El fundamento de una respuesta válida
Las posiciones ético-jurídicas dominantes en la teoría y en la praxis políticas, dada su creciente impregnación por concepciones relativistas y nominalistas, tornan cuestionable –rectius: ilusorio– afirmar la defensa de los derechos del ser humano y de los grupos sociales (aun de los más nucleares) como principio de legitimidad del orden político. En efecto –y lamentablemente estamos eximidos de demostrarlo–, hoy se pretende no saber qué es un ser humano; qué es un hombre, qué una mujer; qué una familia. Luego, al negarse la naturaleza y propiedades de los sujetos titulares de derechos inalienables, queda comprometida por la base la razonabilidad de anclar en su tutela y promoción el sentido de la vida política y la rectitud del poder político.

A propósito de lo afirmado, el mayor teórico argentino del Estado, Arturo Enrique Sampay, en un estudio póstumo e inconcluso, sostiene: “el problema de la legitimidad de la constitución gira sobre dos cuestiones fundamentales, que son: una, la capacidad de la inteligencia humana para asir la esencia de las cosas y las leyes de su perfeccionamiento, dimanantes de esa esencia; y otra, secuencia de la primera, consistente en la capacidad para aprehender la esencia de los bienes humanos”19. Aquí reside un principio axial de todo orden social, y a fortiori del orden político, por cuanto en él estriba nada menos que la posibilidad de perseguir un fin común que sea un bien verdadero, y no aparente, o contradictorio con el bien humano, vgr., un fin que encierre males humanos objetivos. Analicemos el problema a partir del ilustrativo fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Argentina, “Comunidad Homosexual Argentina”, de 199120. Se trató allí acerca del pedido de personería jurídica de tal asociación, que le había sido denegado en segunda instancia en razón de que tal grupo carecía de un fin de bien común (lo cual constituye una condición resolutoria que establece el Código Civil para el otorgamiento de la personería jurídica). La Comunidad homosexual, recurrente ante la Corte, argumenta que no se propone promocionar la homosexualidad, sino sólo bregar contra la discriminación; y además objeta que la Cámara de Apelaciones haya negado, sobre la base de un criterio de tipo religioso (el de la moral católica socialmente predominante) que este fin sea de bien común. Por el contrario, dice a este respecto el grupo homosexual, el fin por ellos perseguido es compatible con la idea de un bien que permite “que toda persona desarrolle plenamente sus potencialidades tendiendo al logro de su propia perfección”. A nosotros nos interesa sobre todo la respuesta de la Corte a dicha objeción. En primer lugar, para el tribunal la evitación de toda discriminación no puede lograrse sino a través de la defensa pública de la homosexualidad; ahora bien, según la Cámara y la Corte tal inevitable reivindicación de la homosexualidad acarrearía un mal a la sociedad puesto que, a tenor de un dictamen científico de la Academia Nacional de Medicina, la homosexualidad en sí misma constituye “una desviación del instinto sexual normal”. Con lo cual el argumento básico para determinar la contradicción entre el fin del grupo recurrente y el bien común político viene a fundarse en un juicio sobre la naturaleza humana y sus fines, y no sobre dogmas sobrenaturales. En la misma línea, es notable la afirmación que trae el voto del ministro Belluscio, cuando niega implícitamente que aquí se ventile un conflicto entre un bien particular (o sea: la defensa de la condición de una minoría) y el bien común. Al preguntarse sobre el valor objetivo del fin del grupo recurrente y sin dejar de aceptar el valor de bien común radicado en que “toda persona desarrolle plenamente sus potencialidades tendiendo al logro de su propia perfección”, Belluscio afirma lapidario: “no se advierte cuál es la perfección que puede alcanzarse mediante el desarrollo de la homosexualidad”. Es así como se manifiesta la veridicidad de la tesis estampada por el gran constitucionalista argentino en su obra póstuma: es imposible la legitimidad de ejercicio (y por ende, agreguemos, la defensa de los auténticos derechos de individuos y grupos) de espaldas a la verdad objetiva sobre el bien de la naturaleza humana21.

2. Los derechos fundamentales en perspectiva liberal
Las tensiones que anidan en el seno del Estado contemporáneo trasuntan la presencia de principios diversos a los de la ley natural de la tradición clásica. El individualismo filosófico-social y metodológico de los jusnaturalismos modernos que fundaron el Estado democrático-representativo vigente se traslada al plano de la legitimidad de ejercicio del orden constitucionalista; de allí que el fundamento de la legitimidad de ejercicio ya no estribará en el bien común sino en la protección de los derechos particulares. Ahora bien, ese objeto o fin del sistema, consistente en la tutela de los fines de los individuos, objeto que en el espíritu del ideólogo del Estado revolucionario francés, el abate Sieyès, desempeña sin duda el papel de medida y de principio de legitimidad de la voluntad de la nación, difícilmente resulte en sí mismo compatible con la tesis de una voluntad soberana en manos de los representantes. Pero precisamente la idea de la voluntad general rousseauniana, entendida como voluntad absoluta de una nación en estado de naturaleza, también constituye un principio fundante del constitucionalismo. Se constata entonces una tensión no resuelta (porque tal vez no advertida22) entre el jusnaturalismo individualista, que vendría a señalar una suerte de principio objetivo que funge de fin a la voluntad general, y el carácter absoluto de tal voluntad, a la cual sólo le basta querer para que su arbitrio sea justo. La interpretación anterior, i.e. la de la incoherencia o relativa ambivalencia de los principios del orden fundado por Sieyès en la revolución francesa -y en general del pensamiento constitucionalista liberal-, que ha sido sostenida por relevantes autores de diversa orientación doctrinal23, no es la única que quepa dar respecto de la tensión entre voluntad absoluta de la nación y tutela de los derechos individuales entendidos en la estela del jusnaturalismo individualista. Precisamente resulta harto significativo señalar cómo, desde una perspectiva ajena a la de la tradición clásica, los grandes fundadores de la escuela de Frankfurt, Horkheimer y Adorno, han sindicado al racionalismo como esencialmente vinculado a la forma mentis que prohijó los desbordes de la voluntad de poder totalitaria en el s. XX. El “intelecto sin la guía de otro” (Dios o el orden natural) del iluminista Kant constituye la base de las ideologías que desembocaron en los sistemas de opresión y exterminio del hombre24. Según tal interpretación, entonces, no existiría una antinomia de fondo entre individualismo y voluntad general en estado de naturaleza, toda vez que el individualismo liberal ‒por su raigambre racionalista‒ se resolvería sin contradicción esencial en la voluntad de poder y en el moderno absolutismo de Estado. De hecho, se comprueba empíricamente en el decurso del s. XX –y sin necesidad de referirnos a los llamados “sistemas totalitarios”‒ el proceso histórico-ideológico por el que el Estado de Derecho mismo ha llegado a perpetrar objetivos atropellos contra derechos humanos fundamentales, como el derecho del inocente a la vida (el cual, por lo menos nominalmente, es y ha sido siempre caro a las “declaraciones de derechos” del liberalismo). Y semejante transgresión, huelga comentarlo, no se ha subsanado mediante el recurso intrasistémico del reconocimiento de la supremacía de la constitución y del consiguiente funcionamiento de tribunales constitucionales. Mostremos a continuación la verosimilitud de este último aserto.

A la acusación de que el Estado liberal puede incurrir en tiranía de ejercicio de la mayoría legislativa el distinguido constitucionalista y actual miembro del Tribunal Constitucional español Manuel Aragón le ha respondido que en la postguerra el funcionamiento de los tribunales constitucionales habría logrado superar tal defecto del sistema; de modo que esta crítica no alcanzaría ya, en este punto, al Estado liberal de nuestros días25. Es un hecho que actualmente se aboga por la idea de que el Estado “constitucional” resulta una superación cualitativa del Estado “legal” del positivismo clásico26; esa primera cuestión se vincula con la de que los tribunales constitucionales alcanzan a erigirse en efectiva garantía de auténticos “derechos fundamentales” (o derechos subjetivos naturales). Ahora bien, a esto debe responderse que, sin dejar de ser cierto que el sistema político-jurídico ha tomado distancia del positivismo normativista clásico del Estado legislativo, con todo las instancias jurisdiccionales supremas pueden interpretar hoy la constitución y las leyes a partir de valores o principios, los cuales, en no pocos casos, aparecen impregnados de ideologías de fondo relativista (se trata del “positivismo cultural”, en la lograda expresión del destacado filósofo y juez de la corte constitucional italiana Gustavo Zagrebelsky27). De allí que los tribunales constitucionales y las cortes supremas de justicia decidan a veces lo justo y lo injusto en materias gravísimas a partir de los valores que se consideran ínsitos en la constitución (como, por ejemplo, el valor primario del “pluralismo” esgrimido en clave agnóstico-nominalista); o a partir de los principios que animarían la “conciencia jurídica de la comunidad”, y de la que el juez sería intérprete autorizado28. Luego, con tales fundamentos axionormativos, los tribunales supremos, lejos de conjurar el peligro del positivismo relativista señalado por Schmitt y Heller en el Estado liberal (legislativo), por momentos no hacen sino extremar sus aristas hasta el límite mismo de lo irracional ‒sólo que en el seno de una forma política distinta en lo accidental; y que, por lo tanto, no contradice los principios definitorios últimos del sistema‒. Fallos de los tribunales supremos de hoy, como el del Tribunal Constitucional español de noviembre de 2012, convalidando la ley de matrimonio homosexual, o “Roe vs. Wade”, de la Supreme Court de los EUA, legitimando el aborto, no hacen sino confirmar nuestra respuesta sobre el fondo de la cuestión29. Ahora bien, este desconocimiento en el plano de la praxis jurídica tiene su explicación, tal como sostenían Horkheimer y Adorno, en el plano de los principios filosóficos que sustentan el orden constitucionalista. Veamos confirmado este aserto por los planteos del último gran representante de la escuela de Frankfurt, Jürgen Habermas. Habermas defiende la no colisión entre la voluntad soberana y la existencia de derechos fundamentales, según los proclama el moderno Estado democrático. Pero habría que decir tal vez que entre Horkheimer y Adorno y Habermas no hay contradicción en el juicio sobre los principios operantes, sino más divergencia en la valoración de los fundamentos y las consecuencias de las concepciones que animan al sistema hoy vigente. En efecto, desde una perspectiva procedimental, sostiene Habermas, la validez del derecho positivo no se funda ya en un derecho universal y objetivo de superior rango (como el derecho natural), sino en la “autonomía pública” del ciudadano. Habermas propone que son los derechos del hombre los que hacen posible la soberanía del pueblo. Pues ésta consiste, en efecto, en los derechos a la comunicación y a la participación, y es a través de ellos que la voluntad soberana del pueblo determinará a su vez ‒por sí misma‒ los derechos privados y públicos. Luego, por un lado sin los derechos del hombre no habría tampoco soberanía del pueblo; por otro ‒y aquí radica lo decisivo del concepto moderno de autonomía‒ nunca los derechos del hombre podrían ser vistos como obstáculos al ejercicio de tal soberanía del pueblo, puesto que esos derechos son determinados democráticamente por un procedimiento autónomo, es decir, un procedimiento que no se subordina a norma alguna exterior a la voluntad de ese poder soberano30.

Este señalamiento del relevante filósofo contemporáneo nos pone en la pista del principio de legitimidad más substancial que se halla a la base del sistema vigente: el de soberanía del pueblo, o de la nación, en el cual también había desembocado la licuación de la legitimidad en legalidad, y que ahora aparece enseñoreándose sobre la validez de los llamados “derechos fundamentales”, y derogando a discreción auténticos derechos subjetivos naturales.
Ahora bien, ese principio por momentos aparece identificado con la voluntad, el criterio, el deseo, el afecto de la mayoría. Se plantea entonces si los rasgos de ilegitimidad mencionados emanan o se reconducen o arraigan esencialmente en el gobierno del pueblo. En otros términos, si el cuestionable principio de soberanía del pueblo o de la nación consiste en el mando efectivo de la mayoría del pueblo.

IV. La actual legitimidad democrática ¿es el imperio (de la mayoría) del pueblo?

En el medioevo y en la modernidad, sobre todo hasta la revolución francesa, se dieron formas de representación política que, sin dejar de ser políticas, comportaban la vinculación de la acción del representante con instrucciones de los representados. Los cahiers de doléances de los procuradores franceses en los estados generales de 1789 constituyen un ejemplo de la pervivencia de tal instituto en el derecho constitucional europeo prerrevolucionario31. Sorprendentemente, en el Estado democrático postrevolucionario el mandato imperativo del elector respecto del representante se halla proscripto. Es cierto que la democracia de consejos no resulta una forma viable de organización de la potestad política –en particular respecto de la función de gobierno‒, y por ende casi no ha tenido concreción en la práxis política histórica32. Con todo, y si le asignamos algún valor a la posibilidad de representación de los intereses sociales frente a la facultad decisoria del Estado (es decir, a la representación de los cuerpos sociales “ante el poder” ‒que en el caso de la asunción de facultades colegisladoras por sus procuradores sería ya representación “en el poder”33‒), no deja de echarse de menos aquel recurso al que nos referimos, gracias al cual los representados pueden ejercer alguna forma de control real y efectivo sobre el representante; y en cuya ausencia la responsabilidad política del representante frente a quien lo ha elegido no pasa de ser una vana ilusión. A pesar de todo ello, el llamado sistema democrático-representativo vigente ha proscripto legalmente y anatematizado doctrinalmente el mandato imperativo34. Sean cuales fueren las razones valederas que militen en pro del temperamento opuesto, hoy el elector del órgano legislativo no tiene en sus manos resortes de control de las decisiones del elegido. La situación que analizamos ‒en cuanto a la impermeabilidad del sistema de mando‒ se consolida con la introducción de la categoría de la "Nación", postulada por el gran formulador del cañamazo del sistema liberal-constitucionalista, Sieyès35. Pues a partir de allí los diputados ya no sólo serán libres frente a la voluntad y criterios de los electores, sino que además representarán a la Nación (entidad abstracta, reducida a la sumatoria de los individuos), y no a un distrito o región o grupo de personas concretas. Aquí la desconexión aparece en su grado más agudo. No sólo el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes (dice Sieyès: el pueblo “no puede hablar ni actuar sino a través de sus representantes”36), sino que además los electores eligen en nombre de la Nación. En síntesis: de jure no hay mandato imperativo de "abajo hacia arriba".

Pero además de todo ello, y al socaire de la modificación del sistema de elección y de la extensión del derecho al sufragio ‒que ha dado lugar a la llamada "democracia de masas", aparecida a fines del s. XIX‒ son los partidos políticos los hoy que han adquirido, de facto y en principio también de jure, el monopolio de la representación.

El mandato es nominalmente (i. e., en la teoría liberal-constitucionalista del actual Estado de partidos) libre, pero efectivamente cautivo de la voluntad que expresa el partido. Quien ose desafiar esta máxima empírica pasará a la categoría de “muerto político”, y ya no será incluido en la lista del partido en las próximas elecciones. Por lo demás, si bien se mira, son pocos los representantes que deban sus votos a su prestigio personal: en realidad se hallan en el poder del Estado por concesión y comisión del partido. Pues hoy, al contrario de lo que ocurría en la época de Burke o de Disraeli, ya no son necesarias grandes figuras en el parlamento; en efecto, no se espera que un parlamentario deba persuadir racionalmente a otros, sino que obedezca la disciplina de bloque a la hora de votar.

En esa línea, quien acate al partido seguirá formando parte de sus cuadros; sea cual fuere el descrédito que colectiva o individualmente haya caído sobre él al legislar, en las próximas elecciones podrá integrar el cuerpo de posibles alternativas que se ofrece a la ciudadanía. Y recuérdese siempre que quien elige no gobierna: sólo opta entre las alternativas sobre las que se le pregunta37. Tal principio vale no sólo para el plebiscito y el referendum, sino principalmente para el método de designación de los gobernantes propio del régimen vigente. En este último caso se opta, entonces, entre alternativas, pero entre las alternativas ofrecidas “desde arriba” por el sistema partidocrático. En efecto, el papel del pueblo, en los casos en que esté prevista su manifestación explícita, reviste la forma de aceptación o rechazo a una pregunta concreta formulada a partir de las opciones ya decididas por el poder vigente. Inobjetable y taxativa resulta así la sentencia del destacado constitucionalista contemporáneo Josef Isensee: «Soberano no es aquí quien responde la pregunta, sino quien la formula»38.

Por todo ello no debe sorprender que la voluntad general (encarnada en los gobernantes ilustrados) haya podido imponer ‒a través del sistema educativo, por ejemplo‒ una cultura agnóstica (sostenida por una ínfima minoría) a una sociedad de aplastante mayoría cristiana. Es precisamente lo ocurrió en el Occidente latino, europeo y americano, a partir de fines del s. XIX.

En conclusión, la soberanía (absoluta) del pueblo se verifica, en la praxis real, como soberanía absoluta de los representantes del pueblo, también jurídicamente libres, frente al pueblo mismo.

V. La soberanía de (los representantes del) pueblo

Los dos anteriores principios que podían aspirar a constituir el fundamento de legitimidad del Estado liberal nos han señalado la función axial del tercero de ellos: se trata del de soberanía del pueblo.
En efecto, todo parece indicar que es allí donde radica el auténtico fundamento del Estado constitucional democrático. Ahora bien, según lo hemos mostrado prietamente en estas páginas, ese principio justifica que el poder político, en tanto investido por un pueblo que (de acuerdo con el propio sistema vigente) no puede ni debe gobernar, es deónticamente libre de imponer a la sociedad cualquier contenido normativo y de adoptar cualquier decisión política. Luego, asumido en su quicio esencial, la soberanía del pueblo implica la tesis de que el poder político ‒a condición de adoptar cierta forma ideológica y ciertos procedimientos legales‒ ya no reconoce ninguna normatividad superior a su voluntad. La concreción de tal tesis en nuestra época, signada por la forma mentis del iluminismo, se manifiesta en dos significativas prioridades programáticas asumidas por el poder político: la preservación de los intereses económicos establecidos (hoy, en particular, los del poder financiero); y la licuación del orden natural y cristiano en la sociedad.

El constitucionalismo en general ‒y aun más el contemporáneo‒ asumirá que la imputación de la soberanía a la nación obedece a la necesidad ideológica de fundar el Estado constitucional, el cual excluye la soberanía del monarca. Pero la soberanía (absoluta) de la nación, como principio ideológico-político, se resuelve sin más en la soberanía (absoluta) del Estado, como principio jurídicamente eficaz39.

No otra cosa se constata en los juicios –descriptivos y reivindicativos‒ del renombrado académico y hombre público contemporáneo Ernst –Wolfgang Böckenförde, ex juez del Tribunal Constitucional Alemán, cuya doctrina aduciremos a título de mero ejemplo. El ilustre profesor de Friburgo no se abstiene de reproducir las fórmulas consagradas del sistema vigente a la hora de plantear el sentido de la democracia como forma de Estado y de gobierno: “[…] el pueblo no es sólo el origen y el portador último del poder que ejerce el dominio político, sino que además él mismo ejerce ese poder; que lo tiene y que ha de tenerlo en todo momento. El pueblo no sólo domina, sino que también gobierna”40. El autor (conocido por su militancia católica) también advierte que la voluntad de Dios no tiene validez política y jurídica por sí misma, sino en la medida en que el pueblo la acepte. La democracia vigente, “que tiene sus raíces y sus componentes básicos en el individualismo liberal”, supone un tránsito de “la libertad como autonomía individual a la libertad como participación democrática, hasta arribar a la conformación del poder democrático en la libertad de autonomía colectiva”. Esta autonomía no se subordina a ningún principio normativo que limite sus decisiones. En palabras del autor, no está ligada por exigencias imprescriptibles de derecho fundamentales; antes bien, “estos derechos no prefiguran el contenido de las decisiones que surgen del ejercicio del poder democrático, sino que sólo aseguran la posibilidad de renovar tales contenidos o de mantener los existentes. De este modo, y por lo que se refiere a los contenidos, la democracia es formal y abierta: en la forma del dominio democrático los contenidos responden en cada caso a lo que los ciudadanos (libres) o sus representantes deciden incorporar, y que se mantendrá mientras siga habiendo consenso al respecto”. Es que la democracia vigente, explica Böckenförde, “va unida al relativismo”. Sólo exige resguardar la posibilidad de alternancia en el poder (la “gleiche Chance”, igualdad formal de oportunidades, duramente cuestionada por Schmitt41), es decir, no crear obstáculos legales que impidan que una minoría pueda llegar al poder, al transformarse en mayoría. Pero ninguna posición es impugnable de suyo, ninguna decisión está vetada de antemano a la voluntad de la autonomía colectiva; toda posición mayoritaria puede imponer sus criterios legalmente (y legítimamente, porque es mayoría) en la sociedad. Sólo se le exige, reitera el autor, que respete la igualdad de oportunidades, i. e., la posibilidad de alternancia dentro del sistema. Ejemplo de ello, para Böckenförde, lo ofrece la prohibición en Alemania del partido comunista. El fundamento constitucional para invalidar su acción no vino dado por el contenido de sus ideas, ni por ponderación alguna sobre su error o el disvalor o nocividad de la doctrina marxista-leninista, sino porque el comunismo asigna a sus posiciones la categoría de una verdad objetiva y absoluta42.

VI. Conclusión y síntesis

Concluimos entonces que el principio más axial y genuino de la democracia en su moderna versión constitucionalista-liberal es el de soberanía del pueblo. Este fundamento posee las notas de un principio de legitimidad "total, universal y original":

-consiste en un principio de legitimidad con una especificidad propia. Se trata ante todo de un principio total. Ello significa que no se integra dentro de un plexo ordenado de valores legitimantes; dicho de otra manera, que no se compone con otro u otros principios, como lo hacen entre sí los de legitimidad de ejercicio y de origen en la tradición aristotélica, clásica y cristiana. En esa concepción se admite un eventual defecto en el origen que puede estar excepcionalmente justificado por el objeto legitimante del ejercicio, i.e., el bien común.

-se trata además de un principio con pretensión sistemática de universal, es decir que no admite –sea implícita, sea explícitamente– la legitimidad de otras formas históricas, pasadas o contemporáneas, que se aparten del modelo democrático-representativo del constitucionalismo liberal. Ante tales formas políticas discordantes la deslegitimación aparece mediata o inmediatamente fundada en planteos de raigambre iluminista, según los cuales el progreso racional de la humanidad desemboca en la idea de soberanía popular representativa absoluta, dejando a un costado formas pretéritas o retrógadas de organización política. En síntesis: fuera (o antes) de la democracia liberal no hay auténtica legitimidad.

-por último es un principio original, irreductible a los parámetros clásicos: nótese que la soberanía popular no se identifica con el principio de legitimidad de origen. En efecto, no se trata aquí de un fundamento que sólo cualifique el modo acceso al poder (a pesar de que un acento significativo de su noción aparezca puesto en la idea de consenso electivo). Por el contrario, el principio de soberanía popular legitima asimismo radicalmente cualquier contenido normativo, decisión política o fin del Estado que resulte impuesto por la voluntad del poder soberano –como representante del pueblo‒. Es decir que, sin dejar de abarcar el modo de la investidura, también absorbe la legitimidad de ejercicio de la tradición clásica. Pues en esta perspectiva, como hemos visto, la legitimidad del ejercicio de la voluntad general se resuelve en el hecho de que el poder vigente puede pretender la representación del soberano colectivo que lo ha investido formalmente.

Recibido el 24 de diciembre de 2014. Aceptado el 28 de diciembre de 2014

* Director del Departamento de Política –Fundación Bariloche/CONICET.

NOTAS

1 «A mí más bien me parece obvio que la tradición no es más que la democracia proyectada en el tiempo. Como que ésta consiste en fiarse más del consenso de opiniones comunes a los hombres, que no del sentimiento aislado y arbitrario […] La tradición pudiera definirse como una extensión del privilegio […] Todos los demócratas niegan que el hombre quede excluido de los derechos humanos generales por los accidentes del nacimiento; y bien: la tradición niega que el hombre quede excluido de semejantes derechos por el accidente de la muerte» (Gilbert K. Chesterton, Ortodoxia, trad. cast. de Alfonso Reyes, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1945, pp. 66-67).

2 Cfr. Michel Villey, El pensamiento jus-filosófico de Aristóteles y de Santo Tomás, trad. C. I. Massini, Buenos Aires, Ghersi, 1981, esp. pp. 37-45.

3 Cfr. Hermann Heller, Staatslehre, Tübingen, 1983, pp. 283 ss.

4 Cfr. Sergio R. Castaño, “Constitución política y poder constituyente de la comunidad”, en Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto, Serie V, año LXXXIV, Nº 1, Roma, pp. 67-106.

5 Cfr. respectivamente Carl Schmitt, Verfassungslehre, Berlín, Duncker & Humblot, 1993, p. 75; Joseph de Maistre, Étude sur la souveraineté, en Œuvres Complètes de J. de Maistre, Lyon, Emmanuel Vitte, 1891, t. 1, p. 369.

6 Esta clásica doctrina, cuya razonabilidad substancial se funda en la primacía del bien común, encuentra una precisa síntesis en Oswald von Nell Breuning – Hermann Sacher, Wörterbuch der Politik, Friburgo, Herder, 1947, II, pp. 107-108.

7 Sobre el tema de la licitud de la resistencia a la tiranía de ejercicio resultan ilustrativas las reflexiones de Theodor Heuss en referencia al caso del régimen nacionalsocialista (cfr. Die großen Reden, Munich, DTV, 1967, pp. 212 y ss. ‒cap. “Von Recht zum Widerstand. Dank und Bekenntnis”‒).

8 Cfr. Sergio R. Castaño, “Legitimidad de origen y consenso. Síntesis y precisiones desde los principios del orden político”, en María Isabel Garrido-Javier Espinoza de los Monteros, Paradigmas y desafíos del constitucionalismo democrático, Granada, 2014.

9 Cfr. ¿Qué es la democracia?, trad. M. A. González y M. C. Pestellini, Buenos Aires, Taurus, 2003, p. 175.

10 Cfr. “Sur le principe de légitimité”, en AA.VV., L’idée de légitimité, París, P. U. F., 1967, pp. 47-60.

11 En esa línea, respecto de la guerra justa, Bobbio defiende la distinción entre la legitimidad de la guerra (es decir, la justicia o injusticia de la contienda, fundada en la existencia o no de una justa causa) y la legalidad de la guerra (es decir, el hecho de que las hostilidades se originen en la autoridad de los Estados involucrados). Desde su perspectiva positivista el primer problema (i. e. bellum iustum) no es jurídico, sino meramente moral; sólo el segundo (i. e. hostis iustus) cuenta como cuestión relevante para el derecho internacional público (cfr. Il problema della guerra e le vie della pace, Bolonia, Il Mulino, 1991, pp. 57 y ss.).

12 Sartori, op. cit., p. 185.

13 Cfr. Staatslehre, pp. 250-252.

14 Die Souveränität, Berlín, De Gruyter, 1927, p. 128. No es ésta la única convergencia del realismo helleriano con la tradición clásica: hemos constatado sus coincidencias en las respectivas conclusiones sobre la independencia del Estado y la supremacía de la potestad política en Sergio R. Castaño, “Souveräne Staatsgewalt nach der Lehre Hermann Hellers und potestas superiorem non recognoscens bei Vitoria und Suárez im Vergleich”, en Archiv für Rechts- und Sozialphilosophie, Bd. 100, 2014, Heft 1.

15 Cfr. Legalität und Legitimität, Berlín, Duncker & Humblot, 1988, pp. 32-33.

16 La defensa de la constitución, trad. M. Sánchez Sarto, Madrid, Tecnos, 1983, p. 183.

17 Legalität…, p. 43.

18 Carl Schmitt, Sobre el parlamentarismo, trad. Th. Nelsson y R. Grueso de Die geistesgechichtliche Lage des heutigen Parlamentarismus, Madrid, Tecnos, 1996, p. 40. De modo convergente, Luis Legaz y Lacambra señaló que el legalismo del constitucionalismo liberal se funda y explica por el principio de soberanía del pueblo, toda vez que la ley emanada del poder no necesita ser justificada por una ley superior ‒ en la medida en que es expresión de la voluntad general, fuente de toda legitimidad política (cfr. “Legalidad y legitimidad”, en Humanismo, Estado y Derecho, Barcelona, Bosch, 1960, p. 91). En el mismo sentido se pronuncia Maurice Duverger (cfr. Instituciones políticas y derecho constitucional, trad. varios, Barcelona, Ariel, 1970, p. 242). Por su parte otro gran teórico español del Estado, Jesús Fueyo, aprecia así esta reducción: «el punto de vista democrático [rousseauniano] disolvió la legitimidad en legalidad, con lo cual sólo consiguió una versión menos aparatosa, pero más técnica y efectiva que la ‘canonización de lo existente’ hegeliana» (“Legitimidad, validez y eficacia”, en Estudios de teoría política, Madrid, IEP, 1968, pp. 46-47, subr. original).

19 “La legitimidad de la constitución”, en Realidad económica, nº 107 (1977), Buenos Aires, p. 118.

20 Cfr. C.S.J.N. de la República Argentina, Fallos, 314:1544 y ss.

21 Téngase en cuenta que la cabal interpretación del término “naturaleza” (humana) exige asumir el sentido esencial y teleológico (como forma y enteléjeia) del respectivo concepto, portador de un contenido normativo cuyo núcleo es objetivo y universal. Es así como lo ha entendido la tradición clásica (para una aproximación a este tema vide Villey, El pensamiento jus-filosófico…, pp. 30-33).

22 Cfr. Stefan Breuer, “Nationalstaat und pouvoir constituant bei Sieyès und Carl Schmitt”, en Archiv für Rechts- und Sozialphilosophie, 1984, nº 4, quien se refiere en p. 504 a Sieyès.

23 Guido de Ruggiero (cfr. Historia del liberalismo europeo, trad. C. G. Posada Madrid, Pegaso, 1944, pp. XC-XCI) señala, a propósito del art. 2 (derechos imprescriptibles) y del art. 3 (soberanía de la nación) de la Declaración de los derechos del hombre de 1789: «son dos conceptos que, desde el punto de vista de la forma se excluyen, pues modificado por Rousseau el principio de la soberanía popular, toda idea de derecho individual opuesto al Estado y de resistencia a la opresión tenía que ser eliminada». Pero para Carl Schmitt la idea de poder constituyente de Sieyès se contrapone al espíritu del racionalismo, y preludia ya las filosofías irracionalistas del siglo XIX (cfr. Die Diktatur, Munich y Leipzig, Duncker & Humblot, 1921, pp. 142-144). Asimismo, Egon Zweig (cfr. Die Lehre vom pouvoir constituant. Ein Beitrag zum Staatsrecht der französischen Revolution, Tübingen, J. C. B. Mohr, 1909, pp. 134-136), quien aboga por la raigambre individualista del pensamiento de Sieyès, no deja sin embargo de señalar la asunción por éste de la idea de la soberanía de Bodin, y su traspaso a un nuevo sujeto, la nación: Sieyès no buscaba reivindicar los derechos del tercer estado como tal, sino constituirlo (ya como nación) en reemplazante de la corona en el ejercicio del poder soberano –y absoluto‒.

24 Cfr. Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialektik der Aufklärung, Frankfurt a. M., Fischer, 2000, pp. 100 y ss. (vide especialmente en su conjunto el “Exkurs II: Juliette oder Aufklärung und Moral”).

25 Cfr. Manuel Aragón, “Estudio Preliminar” a Carl Schmitt, Sobre el parlamentarismo, pp. XXI-XXVIII.

26 Es interesante al respecto la afirmación de tal “cambio de paradigma” jurídico-político por parte de un jurista práctico: cfr. Leslie Van Rompaey (ministro de la Suprema Corte de la R. O. del Uruguay), “El rol del juez del s. XXI”, en Compromiso, U. C. del Uruguay, 2009, pp. 14-19; debo este texto a mi amigo el Prof. Mariano Brito, ilustre y recordado académico y hombre público oriental.

27 Cfr. Marina Gascón Abellán, “El derecho constitucional del pluralismo. Conversaciones con el Prof. Gustavo Zagrebelsky”, en Anuario de Derecho Constitucional y Parlamentario, nº 11, 1999, p. 18 (subr. nuestro).

28 Cfr. Francisco Rubio Llorente, La forma del poder. Estudios sobre la constitución, Madrid, C. E. C., 1997, pp. 628-629.

29 Javier Ruipérez señala que el ascenso de las fuerzas “democráticas” y “progresistas”, desde 1919 y en particular tras la segunda guerra mundial, permitió que la afirmación fundamental del pueblo soberano ya no consistiera en la proclamación de los derechos individuales, sino en el establecimiento de la constitución como norma jurídica supraordenada. Y, con cita del constitucionalista Pedro de Vega, concluye que los derechos comienzan entonces a valer sólo en la medida en que la constitución los reconoce como tales (La “constitución europea” y la teoría del poder constituyente, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, pp. 134-137).

30 Cfr. “Über den internen Zusammenhang von Rechtsstaat und Demokratie”, en Ulrich Preuß (ed.), Zum Begriff der Verfassung, Frankfurt a. M., Fischer, 1994, pp. 83-94.

31 Para la historia de la cuestión cfr. René Fédou, L’État au moyen âge, París, PUF, 1971, cap. IX. Ilustrativa es la convocatoria a las Cortes de Segovia por Juan I en 1386: «Otrosy, vos sabedes en cómo quando vos enviamos nuestras cartas en que viniésedes a este ayuntamiento nuestro, vos enviamos a dezir en ellas que viniésedes apercibidos de las voluntades de aquellas cibdades e villas donde vosotros veníades por procuradores, de dos cosas...» (Juan Beneyto Pérez, Textos políticos españoles de la baja edad media, Madrid, Aguilar, 1944, p. 337).

32 Para una crítica de la democracia de consejos como forma de la rousseauniana “democracia de identidad” cfr. Martin Kriele, Einführung in die Staatslehre, Hamburgo, Rowohlt, 1975, pp. 247 y ss.

33 Debemos las categorías de representación “por”, “ante” y “en” el poder al teórico del Estado brasileño José Pedro Galvâo de Souza (cfr. La representación política, trad. J. J. Albert Márquez, Madrid, Marcial Pons, 2011, esp. pp. 35-45).

34 Cabe consignar que por de fuera del sistema liberal-constitucionalista se experimentaron durante el siglo XX otras formas de representación política. Sobre el tema cfr. Arturo Pellet Lastra, El Estado y la realidad histórica, Buenos Aires, Ad-Hoc, 2001, cap. X: “El Estado de Derecho en España y Portugal (1933-1975)”.

35 Cfr. Qu’est-ce que le Tiers État?, en Écrits Politiques, ed. Roberto Zapperi, Bruselas, Archives Contemporaines, 1994, pp. 159 y ss.

36 Cfr. Dire sur la question du véto royal, en Écrits Politiques, p. 238.

37 Respecto de este tema nos permitimos remitir asimismo a Sergio R. Castaño, Principios políticos para una teoría de la constitución, Buenos Aires, Ábaco de R. Depalma, 2006, cap. IV: “¿Por qué Bidart Campos llamó “mito” a la soberanía del pueblo?”.

38 Das Volk als Grund der Verfassung, Opladen, Nordrheinische Wissenschaftliche Akademie, 1995, p. 46.

39 Cfr., por ejemplo, Joaquín Varela Suances, “Algunas reflexiones sobre la soberanía popular en la Constitución española”, en Estudios de Derecho Político en homenaje a Ignacio de Otto, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1993, pp. 41 y ss.

40 “La democracia como principio constitucional”, en Estudios sobre el Estado de Derecho y la democracia, trad. R. de Agapito, Madrid, Trotta, 2000, p. 52. En nuestro estudio de conjunto “Die verfassunggebende Gewalt des Volkes in der deutschen Staatsrechtslehre der Nachkriegszeit. Ein Überblick” , en Jahrbuch der Juristischen Zeitgeschichte, nº XI, 2010, al analizar la respectiva posición de Böckenförde, observamos que sus tesis respecto del fundamento de legitimidad del orden constitucionalista asumían a la vez los principios (positivistas) de Kelsen y (absolutistas) de Rousseau.

41 Legalität…, pp. 35-40.

42 “La democracia como principio constitucional”, passim. A propósito de este ejemplo aducido por Böckenförde ‒y, más en general, a propósito de la entronización del relativismo como asunción basal del ejercicio del poder en el sistema vigente‒ no puede dejar de recordarse el dictum de Schmitt en Der Hüter der Verfassung: "Esta especie de 'Estado neutral' es el stato neutrale ed agnostico. Estado sin contenido o con un contenido mínimo. Estado relativo que ya no establece distinciones [...] Ese Estado puede ser, sin embargo, político, porque al menos en el orden ideológico conoce un enemigo: aquél que no cree en esta especie de neutralidad espiritual" (La defensa de la constitución, p. 183, subr. nuestro).




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