Revista europea de historia de las ideas políticas y de las instituciones públicas
ISSN versión electrónica: 2174-0135
ISSN versión impresa: 2386-6926
Depósito Legal: MA 2135-2014
Presidente del C.R.: Antonio Ortega Carrillo de Albornoz
Director: Manuel J. Peláez
Editor: Juan Carlos Martínez Coll
Jean Touchard, Histoire des idées politiques, tomo 2, Du XVIIIe siècle à nos jours, Presses Universitaires de France, Paris, 2007, págs. 383-870.
Caterina Gabrielli
Manuel J. Peláez
RESUMEN: En septiembre de 2007 apareci� la �ltima versi�n de que tenemos noticia del segundo tomo de la conocida historia de las ideas pol�ticas dirigida por Jean Touchard. En este tomo se arranca de principios del siglo XVIII con el liberalismo aristocr�tico franc�s y se concluye en el cap�tulo XVII con el marxismo leninismo entre 1917 y 1957, el socialismo no leninista, el fascismo italiano, el nacional-socialismo alem�n, el fascismo como poes�a del grupo, de la disciplina, del orden, de la juventud, del cuerpo y de la acci�n, para pasar luego al corporativismo, al racismo, al franquismo espa�ol, a la dictadura paternalista de Ant�nio de Oliveira Salazar (1889-1970), a la crisis del liberalismo, al neotradicionalismo, al neoconservadurismo, a la democracia cristiana y al nuevo nacionalismo. No podemos ocuparnos del ampl�simo abanico de ideas y de doctrinas pol�ticas de tres siglos que abordan Touchard y su colaborador en este segundo tomo Georges Lavau, por lo que vamos a remitirnos a hacer una serie de reflexiones cr�ticas en torno a algunas de las filosof�as pol�ticas, preferentemente burguesas, de las que se hacen eco. Nos hubiera encantado poder extender nuestras consideraciones al marxismo y al anarquismo, pero nuestro comentario, s�lo con reducirlo a ese jurista universal (conforme al criterio de Rafael Domingo) que fue Pierre Joseph Proudhon (1809-1865) ya hubiera necesitado de una atenci�n m�nima de miles de caracteres impresos.
PALABRAS CLAVE: Jean Touchard, Historia de las ideas pol�ticas, Marxismo, Pierre Joseph Proudhon, Totalitarismo, Dictaduras.
Al analizar las fuentes filosóficas de la Revolución Francesa, Touchard revela una especial discrasia entre el plano del discurso ideológico y aquél de las realizaciones prácticas, que llegaron a sobreponerse y a estratificarse en el periodo comprendido entre 1789 y 1799. Touchard tiende en particular a redimensionar la importancia atribuida a pensadores tenidos en cuenta como clásicos del discurso revolucionario, obedeciendo a una cierta propensión de la historiografía contemporánea a considerar como “representativas” del momento revolucionario sólo las teorías y las propuestas que encontraron un puntual reflejo en los textos legislativos. El tratado de Touchard se manifiesta partidario de una aproximación historiográfica más amplia, que podríamos calificar de iuspolítica y no sólo jurídica, que considera el plano de la historia de las ideas, pero también el de las fuerzas socio-económicas que condicionaron la recepción y la eventual actuación, como fundamental y fundante de la experiencia revolucionaria: el único capaz de proporcionar a aquellos acontecimientos políticos una comprensión histórica integral, en grado a su vez de justificar como textos y discursos de por sí representativos de un determinado modelo de sociedad (aquel liberal burgués), han en realidad condicionado y movilizado el compromiso político y civil de estratos sociales que a aquella ideología no se hubiesen necesariamente adherido. Se puede decir que, más allá de la letra de la ley, subsiste un universo de creencias y de intereses que condicionaron el éxito de los textos revolucionarios (la ley, la constitución), proporcionándole valores y significados que superan el puro nivel del análisis lógico conceptual y persistirían en sedimentación e integración dentro de una tradición republicana abierta al futuro y refractaria al dogmatismo. Leyendo las páginas de la obra de Touchard y Lavau, la enseñanza que se puede extraer es que una historia de las ideas, sobre todo cuando estas ideas tratan de convertirse en normas jurídicas, por su esencia llamadas a tener una duración en el tiempo, no se puede reducir a una colección de conceptos, sino que ha de ubicar las dinámicas de superposición y de integración entre intereses y movimientos de opinión.
Deseando poner de relieve una primera consideración valorativa se puede decir que Touchard desarrolló la pars destruens de esta línea de investigación, criticando la unilateralidad y el dogmatismo de una determinada historiografía condicionada por el mito revolucionario. La pars construens se encuentra por el contrario muy directamente desarrollada por aquellos autores posteriores a Touchard, como Denis Richet y sus discípulos que estudiaron el espíritu de las instituciones políticas y que se preocuparon de encontrar un terreno intermedio en el que ni predominase la crítica unilateral ni la exaltación, sino más bien una comprensión de las dinámicas institucionales que permitieron la génesis del fenómeno revolucionario y su propagación en la historia europea. En su conjunto, la obra de Touchard parece más bien inserirse en aquel filón de los estudios históricos, con frecuencia habitual en la Francia posterior a la Segunda guerra mundial, con la escuela de los Annales, que resalta la importancia de las dinámicas de periodos largos sobre las rupturas políticas de corta duración, los entrelazamientos entre intereses y mediaciones culturales, por encima de las rígidas contraposiciones entre ideas y valores, por un lado, e intereses y luchas de clases por otro.
Touchard resalta el carácter al mismo tiempo acrítico e ideológico de una determinada orientación de la historia política inaugurada durante la Revolución por Emmanuel Joseph Sieyès (1748-1836) y su panfleto sobre Qu’est-ce le Tiers État?, para quien tienen carácter de básicos y fundamentales solamente los discursos que giran en torno al concepto de “soberanía de la nación”. Esta expresión tiende, en efecto, a polarizar la atención sobre la Revolución como fractura histórica, pero paradójicamente la encuadra dentro de una fórmula en la cual aparecen una sistematicidad y univocidad absolutas. De este modo se tiende a equiparar el fenómeno revolucionario, de la “nación soberana”, a aquel otro conservador de la “soberanía del Estado”, entendido todavía como monárquico y centralizador.
Touchard, aun reconociendo en el abate Sieyès, una figura central de la Revolución de 1789, pone de relieve cómo su pensamiento a propósito del Estado y de la nación ha contribuido a cristalizar una teoría jurídico-constitucional que no es capaz de dar cuenta de la capacidad de adaptación y de evolución, de la que emerge la idea de nación como aquella de los derechos individuales, que han ido asentándose en la cultura jurídica y política sucesiva. Son cuatro los aspectos de la teoría de Sieyès que Touchard considera de una forma merecedora de crítica:
1.º) El escaso interés por la evolución de las instituciones que alimentaron desde el interior del sistema a la Revolución, por el papel jugado por la nobleza de toga y espada en la orientación del proceso revolucionario. El autor hace notar que la burguesía revolucionaria toma partido de esquemas y modelos de acción política embebidos de la cultura aristocrática (en particular por Charles Louis de Secondat, Baron de la Brède et de Montesquieu). La fuerza de atracción de la cultura aristocrática estaba sensiblemente asentada en la sociedad francesa y en situación de traspasar los umbrales o barreras de estatus, en parte porque la burguesía no constituyó hasta finales del siglo XVIII, por lo menos en Francia, una clase social homogénea, fundada sobre la organización industrial de la producción.
2.º) El utilitarismo. El elemento de discriminación entre el Tercer Estado y los privilegiados, asimismo y además principio de unión de la Nación al Tercer Estado, resta un criterio de utilidad material, convertido no obstante, sin ninguna solución de continuidad o reflexión sobre las relaciones de fuerza realmente en juego, en una figura jurídica, aquella del poder constituyente.
3.º) Touchard revela como esta concepción de la nación está afectada de un profundo juridicismo. Juridicismo que, sin embargo, parece ser el reflejo de una cierta idealización de la sociedad y de sus condiciones de existencia y de reproducción, más que un propensión unida a una concreta consideración del papel de los aparatos judiciales y de la cultura jurídica, en general, al preparar la Revolución y gestionar la transición (piénsese en la tarea desarrollada por los Parlamentos). La noción de poder constituyente, deducida de una reflexión de naturaleza sociológica y protosociológica sobre la nación (más que intrínsecamente jurídica), se convirtió en el culto de las leyes, como expresión no de la capacidad de la nación de renovar sus cuadros organizativos, sino de su tendencia a permanecer en el estado y en las condiciones de 1789, idealizadas y tipificadas por Sieyès. La nación pasó a ser de constituyente en constituida; sólo la ley aprobada por el Parlamento puede representarla, sobre todo porque la noción de poder constituyente está fundada sobre una formalización jurídica y está destinada a permanecer en su pureza conceptual, no operativa (ver la ausencia de referéndum en el modelo de Sieyès).
4.º) A este modelo jurídico corresponde la representación de la nación como suma de los individuos atomizados, de la cual emergen tanto las diferenciaciones unidas a los movimientos de opinión como las organizaciones vinculadas a la satisfacción de intereses. Toda la atención aparece focalizada en la división entre el Tercer Estado y “los privilegiados”.
Al considerar el periodo central de la Revolución (1793-1795), Touchard se concentra sobre los vínculos de afinidad y de contraposición entre girondinos y jacobinos. Destaca sobre todo las relaciones de proximidad y las coincidencias entre las dos principales corrientes del radicalismo revolucionario, llegando absolutamente a sostener que entre los girondinos y los jacobinos las diferencias fueron sobre todo de estilo y de fachada y no afectaron al planteamiento de los objetivos y de las realizaciones políticas. En particular, Touchard se adentra en el examen del carácter del hombre revolucionario asociado al pensamiento y a la acción de algunos entre los principales exponentes jacobinos. Touchard describe en grandes líneas el tipo ideal del revolucionario y del radical tout court. Del valor reconocido a las virtudes individuales, más que a los mecanismos institucionales, al espiritualismo connatural a la religión del ser supremo, al patriotismo no racial sino cosmopolita, todos contribuyen a transmitirnos una representación poderosa del hombre revolucionario y transversal a la fractura entre girondinos y jacobinos. Ciertamente existen y se mantienen algunas diferencias de fondo, en particular la propensión por el gobierno mixto y representativo de los girondinos contra la predilección por el gobierno directo de los jacobinos, o bien la inclinación de los girondinos hacia las autonomías provinciales y las tendencias centralizadoras de los jacobinos. Pero estos elementos más que a poner de relieve la separación entre girondinos y jacobinos deben servir para relanzar un análisis más amplio del radio de acción y de definición del radicalismo revolucionario en su conjunto.
Jean Touchard concluye el apartado con dos tipos de consideraciones:
1.ª) Por un lado, muestra la continuidad del radicalismo jacobino con los esquemas de 1789 y de Sieyès en particular: el mismo desinterés hacia las dinámicas económicas y los grupos sociales que lo animan, la teorización de una nación como suma uniforme de individuos. Ciertamente no se trata tanto de los individuos burgueses y productores de Sieyès, sino de los pequeños propietarios terratenientes, enemigos del lujo. Pero, más allá de las diferencias de vocabulario, permanece la misma impermeabilidad hacia una consideración atenta y profunda de los mecanismos de producción. El mismo rechazo al lujo y la abundancia comporta una inclinación hacia un modelo de virtudes cívicas, à l’ancienne, que resulta fácilmente localizable, bien que sea referido a una elite parlamentaria, en los discursos termidorianos, algunos de los cuales eran hombres de 1789.
2.ª) No sólo continuidad y proximidad entre jacobinos y girondinos, sino proximidad de toda la marea revolucionaria en torno a un modelo radical de política que pasa por el gobierno de la elite contrapuesta al del pueblo y de sus instancias representativas (asociaciones y cuerpos intermedios). Sobre la estela de esta representación, Touchard sitúa algunas cuestiones fundamentales, la más importante de las cuales es indudablemente la relativa a los mecanismos de integración de las elites burguesas y del proletariado dentro de una corriente radical relativamente unitaria y destinada a constituirse como un verdadero y propio partido al comienzo del siglo XX. La respuesta del autor incide en el desarrollo de una escuela pública, precozmente organizada y ligada a un cierto ideal de servicio del Estado (y en el Estado), como mecanismo unificador de la política radical a la vez que como proceso de transculturización que sirviera para dar paso a la República. El tono del autor al describir este proceso, resulta indudablemente crítico, como dirigido a querer denunciar la falsificación ideológica de un pensamiento carente de una identidad profunda y construído sobre la pedantería y la transculturización escolástica.
Nos parece, sin embargo y pese a todo, posible desarrollar una contracrítica o contraconsideración en defensa del modelo francés: aquél supo precisamente substraerse a las contraposiciones ideológicas entre derecha e izquierda que han constituido la esencia, no siempre con resultados favorables, en aquellos países privados de una cultura “republicana” del Estado.
Una parte de las observaciones hasta ahora desarrolladas puede volver a ser propuesta a propósito tanto de los termidorianos como del babouvismo. De los primeros ya acabamos de señalar algunas ideas. Touchard se centra en afirmar que los termidorianos utilizaron los principios de 1789 para consolidar un modelo de política liberal y conservadora al mismo tiempo, obligando al silencio político a los no propietarios. Del movimiento termidoriano no se conocen algunos aspectos, como una cierta insistencia en algunas virtudes cívicas y el esfuerzo directo de una elite ilustrada que resultó ser admirada por los jacobinos y que puede vislumbrarse en el corazón de diversos intentos de entender el liberalismo en clave de “republicanismo”, de un liberalismo teñido de conservadurismo y con frecuencia de autoritarismo, que se desarrolló en la Francia revolucionaria y posrevolucionaria.
Por lo que se refiere a François Babeuf (1760-1797) y a sus seguidores, el autor resalta una serie de consideraciones fundamentales que se pueden resumir en tres puntos:
1.º) La idea de que solamente una revolución social puede completar la revolución política y que la primera no se resuelve con la afirmación de un igualitarismo jurídico, y mucho menos con una equitativa separación de bienes, sino en una verdadera y propia comunidad de bienes. El babouvismo representa así, en la historia de las ideas políticas, uno de los primeros testimonios serios (después de Platón) de los principios del comunismo, o sea de la abolición de la propiedad privada.
2.º) La hostilidad manifestada hacia la democracia entendida tanto en clave directa como representativa. Algunas de las ideas de Babeuf retoman y amplían determinadas tendencias de la doctrina política precedente: tendencias dirigidas hacia la centralización y el gobierno de la elite. 3.º) Un escaso interés hacia los mecanismos de la producción y de la organización del trabajo que deberían hacer posible y gestionable el comunismo de la propiedad y la puesta en práctica de una igualdad real entre los individuos. El babouvismo pone de manifiesto un cierto carácter abstracto. Por lo demás, según Touchard, no se trataría de una ideología arraigada en las masas (como el movimiento popular y proletario de los enragés, furiosos o violentos), sino la expresión de “profesionales de la conspiración” de extracción social burguesa.
En los capítulos que Jean Touchard dedica al siglo XIX, la atención preferencial se presta al liberalismo, el tradicionalismo y el imperialismo. De las tres ideologías indicadas, las más relevantes e interesantes de cara a una reflexión crítica dirigida al mundo francés está claro que son las dos primeras. En efecto, el imperialismo es considerado por Touchard como un fenómeno referido al mundo anglosajón, británico y estadounidense, sobre todo por la tendencia de estos Estados a expandirse no tanto según el mecanismo tradicional de la conquista territorial, sino a través de las compañías comerciales e industriales, que de una forma progresiva con el transcurso del tiempo aparecen identificadas con intereses y prerrogativas de tipo político.
El mundo francés, por el contrario, atravesó por una versión del todo particular de exaltación de los intereses nacionales: el nacionalismo de finales de siglo que insiste no tanto sobre la importancia de las conquistas coloniales –estas ultimas habían sido eficazmente llevadas a cabo por los republicanos–, sino sobre la reconquista de los territorios “metropolitanos” perdidos en su guerra con la Prusia de Bismarck en 1870. Tres objetivos teóricos nos marcamos a la luz de lo expuesto por Touchard, en lo que se refiere al contexto francés: liberalismo, tradicionalismo y nacionalismo.
Limitando pues nuestras consideraciones al ámbito francés, observamos desde un primer momento que el tratamiento de las corrientes de pensamiento político viene precedido de un extenso y enjundioso apartado dedicado a Auguste Comte (1798-1857) y al positivismo comtiano. ¿A qué obedece esta aparente divagación? La razón se descubre adentrándose en la lectura del capítulo. Comte y el pensamiento comtiano se sitúan más allá de la línea que separa el liberalismo del tradicionalismo y, por lo que se refiere a las categorías de un pensamiento político, da la impresión de que las supera por encima o dejándolas a un lado. Para Touchard, el comtismo es algo completamente distinto de una doctrina política: la premisa teórica desde la que se mueve Comte no es la clásica cuestión de si debe prevalecer el Estado o el individuo en la construcción del equilibrio político. El pensamiento de Comte desconoce el concepto de derecho individual, pero también el de la soberanía del Estado. Su substrato temático es la sociedad entendida como núcleo espiritual, autónomo, dotado de una propia elite dirigente entre aquellos que conocen y practican la ciencia de la sociedad y de sus equilibrios. En este sentido, son particularmente sugestivas las imágenes empleadas por Touchard para describir el espíritu del comtismo, por otro lado totalmente particular e incomprensible según las categorías tradicionales de la filosofía política. Un catolicismo sin cristianismo, una síntesis de tecnocracia y espiritualismo, un sistema completo de despotismo espiritual y temporal.
Alguna de estas tendencias e instituciones sin duda ha penetrado, según Touchard, en la sociedad francesa, como de hecho ocurriría durante el Segundo Imperio. Sin embargo, la transposición no es simple y lineal. De un lado, es necesario distinguir con esmero y exactitud entre comtismo –teniendo también en cuenta sus aspectos religiosos, de religión de la humanidad– y espiritualismo, propiamente dicho, el de Victor Cousin (1792-1867), por ejemplo. Por otro lado, el comtismo desprovisto de sus aspectos religiosos se confunde con un positivismo científico y cientificista que constituirá, según Touchard, el credo común tanto de los partidarios del Imperio como de sus detractores.
Contrariamente a una tendencia introducida en la más reciente historiografía política, dirigida a aislar una corriente republicana distinta del liberalismo propiamente dicho, la línea historiográfica de Touchard tiende sin embargo a considerar el republicanismo francés como una variante del liberalismo no unívocamente oponible al liberalismo tout court. Las razones de esta elección interpretativa se aclaran aún más a lo largo de las páginas del capítulo.
Existe indudablemente para Touchard un liberalismo sin otros calificativos: un liberalismo que se ocupa no tanto de la forma política (republicana o monárquica) que debe ponerse en práctica, como de los objetivos que por su conducto se pueden y se deben tomar en consideración, en particular un equilibrado compromiso entre estabilidad y libertad. A la luz de estos objetivos, la monarquía es indudablemente preferible para llevarlos a cabo, pero ésta no constituye para estos liberales un fin en sí mismo, un valor a tener en cuenta como para los monárquicos propiamente dichos (legitimistas o partidarios de la casa de Orange). La monarquía es sólo un trámite, un instrumento de realización de un ideal de Estado salido de la Revolución del 1789 y es solo en la medida en que la monarquía se dispone a servir tal ideal que se encuentra justificado y resulta preferible respecto a la República.
El liberalismo de Lucien Anatole Prévost-Paradol (1829-1870) es un óptimo ejemplo de esta tendencia del liberalismo de la primera mitad del siglo XIX. En aquel se entrecruzan temáticas que revelan el conocimiento de la naturaleza del compromiso entre el Estado y el individuo: por un lado, una política proteccionista y dirigista en el ámbito económico, que no se permite ningún tipo de concesiones al principio del laissez faire, pero de otro ninguna apertura hacia los principios del Estado social, que una intromisión del Estado en la esfera económica permitiría presuponer. En otras palabras, los principios y términos metodológicos de esta corriente liberal parecen ser, según Jean Touchard, los del mantenimiento y de la protección de las posiciones conquistadas, bajo la bandera de un liberalismo que se orienta cada vez más hacia el conservadurismo y no tiene en cuenta propuestas político sociales, sino sólo económicas, de conservación de los intereses de las clases superiores y medias.
Dentro del capítulo dedicado al liberalismo, se presta atención al liberalismo republicano. Éste profundizaría en la vertiente de la política descuidada por los liberales, confiriendo a la República un valor no solamente instrumental sino esencial para la realización de un programa de promoción de la igualdad social. Realmente sólo la erradicación de toda forma residual de continuidad hereditaria puede permitir alcanzar una verdadera y propia toma en cuenta del problema de la igualdad. Touchard, sin embargo, no se muestra indulgente respecto al liberalismo republicano. De hecho, si se trata todavía del liberalismo, es porque su política social no se alejaría en sustancia, más allá del valor ideal atribuido a la República como forma política, en los términos del compromiso liberal, en torno a la continuidad y a la estabilidad del Estado. La idea del Estado, subyacente en los diversos programas políticos, parece ser la clave de vuelta de la vida política francesa: dúctil y flexible en sus definiciones, a la vez que espejo de una voluntad soberana de realización que, en su consideración de puro dato formal, parece poder contener todas las opciones empíricas. Por estas razones, Touchard habla del liberalismo republicano en términos de “forma republicana del orleanismo”, y más adelante, refiriéndose al radicalismo, considerándolo una ulterior etapa del compromiso por el Estado, “de liberalismo organizado y monopolizado”.
Ciertamente Touchard no desconoce el hecho histórico de la fundación de un Partido radical, con una propia identidad institucional, en 1910, pero su valoración es, sin embargo, rigurosa. De hecho, todos los puntos del radicalismo se encontraban ya anticipados en el programa republicano de Belleville (1869) a iniciativa de Léon Michel Gambetta (1838-1882), y esta filiación es una muestra del tradicionalismo en que Touchard inscribe cada filosofía del Estado, liberal o republicana, y también radical-republicana.
Un punto de notable interés es sin duda el hecho de que fue la escuela, organizada como institución pública, la llamada a llevar a cabo la mediación y el paso del liberalismo al radicalismo. ¿Qué valores y enseñanzas proponía la escuela, para presentarla como vehículo de la transición? Esta temática aparece dirigida directamente al corazón de la filosofía del Estado republicano, por usar una expresión ajena al libro dirigido por Touchard; ésta ha sido la que ha permitido la mediación y el compromiso de la Tercera República y además cuenta con raíces que entroncan directamente con el pensamiento de los primeros revolucionarios.
Diversos aspectos subrayados por Touchard alimentan esta convicción como si se tratase de una línea de fondo que viene seguida constantemente con algunas variaciones que sirven de contrapunto al tema de fondo. De estos aspectos, nos limitamos a introducir aquel que parece ser el más fundamental. Desde el plano económico y social, el radicalismo, sobre todo el de Combes, se caracteriza por un cierto empirismo, cambiado por el racionalismo de Marie Jean Antoine Nicolas de Caritat, el Marqués de Condorcet (1743-1794) y de los girondinos, que induce a tomar en consideración los intereses consolidados y ya difundidos en Francia: aquellos de la pequeña y mediana propiedad, sobre todo agrícola y provincial. A este análisis, se puede añadir que el componente jacobino, representado por Georges Clemenceau (1841-1929)1 , aparece fácilmente reabsorbido y comprendido en el paradigma dominante, porque constituye casi siempre una forma de tradicionalismo, aunque de signo diverso: centralizador y autoritario, antes que racionalista y dirigido hacia las realidades locales. Pero, desde la óptica de Touchard, el espíritu empírico que gobierna la actitud radical en su conjunto, la hace girar hacia el conservadurismo, en el sentido de la conservación y del reconocimiento de lo existente, que permitiría similares coexistencias y presencias compartidas en el programa radical. El radicalismo –concluye Touchard– es algo de naturaleza inferior a una filosofía o a una doctrina sobre el Estado, es ante todo un estado del espíritu.
El tradicionalismo propiamente dicho –aquel de Joseph Marie de Maistre (1753-1821) o de Louis de Bonald (1754-1840) 2– tiende a perder su vigor polémico y de conquista de los intelectuales, paso a paso que la Tercera República se consolida y se va institucionalizando. Se desarrolla, entonces, dentro de la corriente del conservadurismo, una forma renovada del tradicionalismo, que se preocupa de entrelazar los motivos característicos de este último con las conquistas políticas e intelectuales del republicanismo. Se habla en esa oportunidad de un neotradicionalismo distinto del tradicionalismo clásico, de impronta católica, pero que también manifiesta las huellas y el sello del nacionalismo.
Refiriéndonos al ámbito del pensamiento católico, entendiendo que dentro del mismo estaría ubicado el tradicionalismo clásico, Touchard distingue dos corrientes:
1.ª) Una corriente decididamente antiliberal y antidemocrática, con trasfondo paternalista y atenta a los fenómenos sociales. El exponente principal de esta corriente es Frédéric Le Play (1806-1882), representante de un “comtismo católico”.
2.ª) La segunda orientación es democrática, sensible al desarrollo y puesta en práctica de los derechos individuales y sociales, presentada por los intelectuales próximos al movimiento del “Sillon”, fundado por Marc Sangnier, junto a la revista del mismo nombre que había puesto en marcha años antes, en 1894, Paul Renaudin. Esta corriente, particularmente abierta a la modernidad, sería condenada en el seno del catolicismo por una carta de Pío X dirigida al episcopado francés el 29 de agosto de 1910, sufriendo consecuentemente un golpe terrible en cuanto a su capacidad de agregar nuevos elementos y de consolidar el programa de un catolicismo democrático.
Estas carencias o insuficiencias en cuanto a la capacidad de adaptar el pensamiento tradicionalista a una nueva época, serán hábilmente colmadas por el susodicho neotradicionalismo. Los exponentes de esta corriente –Taine y Renan– no pueden ser considerados dentro de un movimiento único, ya que tienen un pensamiento personal y original; no obstante, coinciden en la voluntad de integrar motivos hasta ese momento ajenos al pensamiento tradicionalista y, en ciertos casos, revisar los presupuestos antinacionalistas y antipositivistas de algunos sectores del catolicismo. Sobre el pensamiento de Hippolyte Taine (1828-1893), Touchard pone de relieve la tendencia a una cierta revalorización del Antiguo Régimen, pero no en el espíritu democrático de Alexis Charles Henri Clérel de Tocqueville (1805-1859), sino en el del positivismo, con su exaltación de los valores de la educación y de la ciencia transmitida y “administrada” por una elite competente y organizada en asociaciones. Autor del tratado que lleva por título Les origines de la France contemporaine (1875-1893) Taine viene descrito como un hombre unido a la República, pero no como un católico: el componente religioso es sustituido por la fe en la ciencia como motor del progreso de la humanidad.
Ernest Renan (1823-1892) viene recordado por Touchard por ser el autor de numerosos ensayos en los cuales pone de relieve una severa crítica de la democracia, a la luz de la experiencia histórica francesa. En esta dirección se indican obras suyas fundamentales como L’avenir de la science (1890), La reforme intellectuelle et morale de la France (1871) y Qu’est-ce qu’une nation (1882). En esta última obra, Renan defiende una concepción voluntarista y al mismo tiempo espiritualista de la nación, desarrollando el concepto de “voluntad de vivir juntos”. Por su parte, Renan trata de llevar a cabo una síntesis de las aspiraciones de la burguesía dirigidas a conseguir un gobierno fundado sobre la libertad y el consenso y, al mismo tiempo, atajar los peligros que se dan en el concepto de voluntad general.
Respecto al nacionalismo son dos los autores que Touchard adscribe a esta corriente: Barrès y Maurras. Mientras que para el tradicionalismo y el liberalismo, los análisis de Touchard diseñan las líneas de fondo y de las tendencias, para describir la esencia y los contenidos del nacionalismo, Touchard trata de centrarse en las obras y en el pensamiento de estas dos figuras.
Maurice Barrès (1862-1923) es portavoz de un nacionalismo que está pertrechado de contenidos románticos y de referencias a la historia política francesa: la descentralización, la autonomía de las comunidades locales, el revanchismo contra Alemania y la derrota de 1870, pero también con un renovado antisemitismo y un conservadurismo receloso respecto al gobierno popular. Una sensibilidad próxima a los valores del Antiguo Régimen, pero llena de esquemas y de planteamientos positivistas, se encuentra en Le Roman de l’énérgie nationale (trilogía, 1897-1902), donde Barrès exalta la continuidad hereditaria de títulos, profesiones y propiedades, como la garantía más segura del desarrollo y del enriquecimiento del bienestar nacional.
El nacionalismo de Charles Maurras (1862-1952) es sensiblemente diferente del de Barrès. El romanticismo es substituido por el cientificismo, hasta el punto de que la monarquía es presentada como la mejor forma de gobierno desde una óptica biológica, como la única garantía de la continuidad y de la estabilidad del Estado asegurada por el vínculo hereditario. La monarquía teorizada por Maurras entrelaza todos los motivos de fondo y las tensiones del Antiguo Régimen: la monarquía era resueltamente antiparlamentaria pero al mismo tiempo corporativa y descentralizada. Se puede decir, partiendo de estos presupuestos, que el nacionalismo de Barrès es integral y no deja espacio a un conservadurismo moderado, más en sintonía con el tradicionalismo de que se hacen portavoces otros pensadores, casi siempre en el horizonte de la derecha de los denominados ralliés a la República. Al contrario, como inspirador del movimiento de la Acción Francesa, Maurras contribuirá a separar una buena parte de la derecha francesa de la República y de los términos de su compromiso empírico.
Pensamos que con estas reflexiones y consideraciones críticas en torno a este tratado clásico dirigido por Jean Touchard podemos dar por cerrada esta recensión sobre la obra más importante y reconocida internacionalmente de quien fuera profesor del Instituto de Estudios Políticos de París y secretario general de la Fundación Nacional francesa de Ciencias Políticas. [Recibida el 13 de enero de 2012].
NOTAS
1 De obligada consulta resulta el reciente volumen Georges Clemenceau, Correspondance (1858-1929),edición anotada por Sylvie Brodziak y Jean-Noël Jeanneney, Édit. Robert Laffont, Bibliothèque Nationale de France, Paris, 2008, 1.101 pp.
2 Ver dos obras suyas sumamente importantes: Théorie du pouvoir politique et religieux, Paris, 1797 y Législation primitive, considérée dans les derniers temps par les seules lumières de la raison,Paris, 1802.
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