Revista europea de historia de las ideas políticas y de las instituciones públicas
ISSN versión electrónica: 2174-0135
ISSN versión impresa: 2386-6926
Depósito Legal: MA 2135-2014
Presidente del C.R.: Antonio Ortega Carrillo de Albornoz
Director: Manuel J. Peláez
Editor: Juan Carlos Martínez Coll
TRADUCCIÓN AL CASTELLANO DE LA OBRA «EL DERECHO DE LA MUJER» (DE CHARLES SECRÉTAN, 1886 ‒ LAUSANA, UN JURISTA CONTEMPORÁNEO DE GUSTAV VON SCHMOLLER)
Rosalía RODRÍGUEZ DORADO
Miguel MARTÍNEZ BERNA
Resumen: Tercera edición de la obra de Charles Secrétan, profesor de Derecho natural en la Academia de Lausana y correspondiente en el Instituto de Francia. Obra publicada en 1886 en Lausana por B. Brenda, librero y editor en Lausana, y Félix Alcan, editor en París. Secrétan no formula en esta obra el derecho de la mujer, sino que describe la realidad social, los hechos y las verdades, haciéndonos reflexionar sobre la estructura social y reclama desde de esta obra el sufragio femenino. Si bien la esclavitud o los trabajos forzados ya no encontraban defensores en la sociedad de la época, la mujer también debía ser reconocida como persona jurídicamente y, por tanto, la ley había de reconocerle sus derechos. Secrétan detalla a la perfección la situación de la mujer y las diferencias sociales dadas en el siglo XIX, ofreciéndonos una visión completamente objetiva del panorama social y las contradicciones e incongruencias de la legislación. Mientras que el sexo masculino siguiera ejerciendo sin la opinión del sexo femenino, mientras que el sexo masculino siguiera decidiendo el destino del sexo femenino sin su consentimiento, este último continuaría sin derechos. Secrétan achaca muchos de estos problemas sociales a la educación; la educación del sexo masculino y la educación del sexo contrario eran, en la sociedad de la época, bien distintas, con diferentes objetivos, diferentes metas; el objetivo de la educación del hombre: educarlo, enseñarle un oficio; el de la educación de la mujer: ser buena madre, buena esposa. Esta educación tan arraigada desde la infancia desemboca en una sociedad liderada por hombres, en la que la legislación es algo que pertenece exclusivamente al sexo masculino. Todo ello nos lleva a una pregunta ¿se debe el hecho de que la sociedad esté plenamente dirigida y organizada por el sexo masculino a la debilidad natural del sexo femenino? La mujer no es naturalmente débil, la educación de la que hablamos es lo que la ha hecho débil, y así lo cree Secrétan.
Palabras clave: Derecho de la mujer, Jerarquía social, Sociedad, Legislación, Poder, Costumbres, Moral, Humanidad, Educación, Estado, Ley, Personalidad jurídica, Esclavitud, Servidumbre, Desigualdad, Igualdad, Estado social, Justicia.
El derecho de la mujer
La posición económica y jurídica de la mujer es hoy una cuestión abierta. Muchas obras considerables se esfuerzan en incluirla en su conjunto, mientras que se introducen gradualmente reformas parciales en las costumbres industriales y en la ley. La importancia de este problema excede desde una altura superior a la de cualquier otro problema sin excepción. Se trata propiamente de la concepción y de la constitución de la humanidad.
No alardeamos de aportar al debate brillantes novedades; lo que sentimos la necesidad de decir ya ha sido dicho y muy bien dicho. Y, sin embargo, tras algunas dudas, nos hemos decidido a coger la pluma: no solo las verdades no encuentran cabida en el mundo de los hechos más que habiendo sido mil veces repetidas, sino que cada nuevo intérprete la reformula en su lenguaje, con su particular acento. Nuestro objetivo al escribir estas líneas es el de retrotraer, dentro de lo posible, la cuestión a sus principios más elementales.
Sin embargo, cuando se trata de abordar de manera aislada una cuestión concreta y práctica, resulta imposible remontarse al primer principio de la ciencia, que debería ser, a nuestro parecer (ya que en lo que se refiere a este punto estamos bastante lejos de entendernos), la noción misma del saber. La deducción sería demasiado extensa para un ensayo, quizá incluso para un volumen. Es completamente necesario indicar algunas nociones previas, y la argumentación, suponiendo que esté bien encaminada, no tendrá valor más que para quienes acepten dichas nociones. Aquellas cuyo uso nos es necesario, las ideas de persona y de derecho forman la base de nuestras leyes; las consecuencias que se derivan valen entonces para los jurisconsultos y para los publicistas, y en cierto modo, para la posición que puedan adoptar algunos metafísicos, tanto entre los que aceptan dicho nombre como los que se defienden de él. Nosotros no desesperamos en entendernos incluso con estos últimos. Por más que profesemos el determinismo y ordenemos el libre albedrío bajo la rúbrica de lo sobrenatural que no merece la consideración de una discusión seria, por más que, siguiendo hasta el fin el empirismo, resolvamos el yo en un fenómeno de conciencia, y demos por sustancia única a la persona un organismo material que se altera y se renueva incesantemente; cuando tras haber allanado completamente el terreno, se comienza a construir una casa, cuando se trate de consagrar o de reformar las instituciones existentes, de justificar o de reemplazar el Estado y el poder que se atribuye por consentimiento general, será entonces cuando sea necesario encontrar equivalentes del derecho, de la responsabilidad, de la persona, al igual que buscamos equivalentes para la obligación moral; en otras palabras, habrá que volver prácticamente a la obligación, a la responsabilidad, a la persona y al derecho. Conservamos, por tanto, estos términos en su acepción familiar y los usaremos con toda libertad.
I
En estas explicaciones preliminares ya hemos argumentado nuestra conclusión. Es evidente, en efecto, que la cuestión de los derechos de la mujer se adentra en la cuestión general del derecho y se resuelve con ella. Si la ley no es y no puede ser más que la voluntad de los más fuertes, si la comparación entre lo que es y lo que debe ser no es legítima, si este término, legítima,no tiene sentido propio, si no hay ni orden moral ni derecho, la cuestión filosófica de los derechos de la mujer se reduce a saber qué condición conviene que esta tenga según los poseedores del poder, considerando exclusivamente su propio interés. Examinaremos subsidiariamente este punto de vista.
Bien sea un derecho, o al contrario, un orden razonable, que la voluntad razonable tenga por deber de realizar, la cuestión del derecho de la mujer se encuentra comprendida en la siguiente pregunta: ¿es la mujer sujeto del derecho? En otros términos ¿la mujer existe para ella misma o existe exclusivamente en vista de otro, en el interés de otro, refiriéndonos al sexo masculino?
Nosotros no pensamos que la mujer existe para ella misma, ya que nada existe para sí mismo: como ella existe más que por el conjunto nosotros pensamos que existe para el conjunto, y particularmente para la humanidad, en la cual la mujer está comprendida. El hombre también, no existiendo más que por el conjunto y por la humanidad, encuentra la razón y el objeto de su existencia en la humanidad, en la cual la mujer es una parte integrante. Ni el hombre ni la mujer pueden realizarse completamente si no es uno por el otro y uno para el otro; estos únicamente se despliegan y se afirman dándose el uno al otro. Pero, para darse es necesario que se relacionen: la caridad, que es la verdad suprema, solo sabría realizarse sobre el fundamento del derecho, ya que la caridad es la libertad. Para realizar el destino de amor al que parecen invitar las mujeres, es necesario que tenga un derecho. Moralmente, religiosamente, no es ni más ni menos de lo que pueda ser el hombre, un medio para el bien general en el que su bien propio está comprendido, y especialmente un medio para el hombre. Jurídicamente, la mujer es su propio fin, la mujer es un ser personal.
La mujer es una persona, ya que tiene obligaciones. Ni la opinión ni la ley piensan rechazar sus obligaciones; ahora bien, no pueden existir las obligaciones separadas de los derechos: la obligación implica siempre al menos el derecho a cumplir sus deberes. La noción de personalidad no ha sido siempre claramente discernida, y la personalidad jurídica de la mujer no ha sido admitida por la opinión ni consagrada por la ley más que con restricciones que disminuyen singularmente su alcance práctico. Si bien un individuo cualquiera puede ser más o menos persona bajo el punto de vista de la psicología o de la historia natural, la personalidad jurídica no conlleva esta aplicación de la cantidad. El sistema contrario es el de la esclavitud. La esclavitud es el régimen en el cual las personas naturales se reducen jurídicamente a la condición de cosas. Hoy la esclavitud está reprobada. La opinión ya no admite que seres naturalmente capaces de existir por ellos mismos puedan ser obligados por astucia o violencia, existiendo solo para el servicio de otro. Aunque la guerra entre pueblos perdura todavía a título de hecho jurídico, la esclavitud de los prisioneros como consecuencia de la guerra ya no encuentra defensores. Los trabajos forzados no se admiten en la civilización más que como título de sanción que se aplica a un delito. La desigual capacidad de las razas humanas para gobernarse, que tantos siglos después de Aristóteles, se invocaba en favor de la institución servil, apenas ha sido cuestionada desde el punto de vista práctico, pero ya no basta con legitimar las conclusiones que en otros tiempos se desarrollaban. En efecto, sin recurrir a los argumentos del transformismo contra la permanencia de las razas, comprendemos que una diferencia mayor o menor, susceptible a degradaciones infinitas, no podría ni quitar ni conferir la personalidad jurídica. ¿Dónde establecemos los límites? Aldrige, W. Douglas, Toussaint-Louverture, Moschesch, rey de los basutos1 ¿no eran ellos naturalmente superiores a nuestros numerosos soberanos? Todos nosotros, a los ojos de un ateniense ¿no seríamos gente manifiestamente creada para la servidumbre? El sufragio universal arrasa por todas las provincias de nuestra civilización desfalleciente, y francamente ¿no sería ridículo intentar fundamentar el derecho sobre la capacidad en un país bendecido por el sufragio universal? La inferioridad cerebral no autoriza más que la inferioridad muscular de separar la personalidad jurídica de la personalidad moral, para negar la primera a seres elevados por la naturaleza de la segunda. Si la mujer es una persona, ésta es jurídicamente su propio fin: la ley debe tratarla como tal y reconocerle sus derechos.
En efecto, nominalmente, la ley reconoce los derechos de la mujer: cuando ésta es mayor de edad y soltera, ella puede ejercer algunos de estos derechos. Pero estos derechos controlados por la ley civil no son verdaderos derechos. En el estado social, en el que las necesidades materiales y las disposiciones morales de los individuos, la dirección general de las voluntades, forma la condición, la guerra de todos contra todos no se suprime, sino que se limita y se regulariza; la posición de cada uno se encuentra constantemente amenazada por rivales, y los únicos verdaderos derechos son derechos garantizados. Idealmente, la persona sería el autor y el árbitro de su destino y de hecho lo es, pero dentro de los límites que marca la ley. La competencia de cada uno viene determinada por la ley. No se poseen otros derechos efectivos más que aquellos que son conferidos por la ley. La equivalencia del imperio prácticamente absoluto en el que el individuo está obligado a ajustar la ley a su persona reside manifiestamente en el que él mismo es legislador. Tal es la justificación del sufragio universal donde la capacidad no tiene nada que ver. Capaz o no, cada uno se interesa y pretende dar voz a su capítulo. Cada ciudadano legisla para sí mismo y para los otros directa o indirectamente. Alardeábamos de que todos los legisladores tienen un mismo interés de respetar los derechos individuales, y que estos estarían garantizados por la ley de una manera más o menos suficiente.
Por tanto, para que la mujer recupere en el estado social actual, donde es la mayoría quien dirige, el equivalente de este derecho natural de disponer de ella misma de manera que ningún tipo de violencia pueda interferir, es necesario que establezca por ella misma su condición jurídica; y si no se ha de vulnerar la unidad del Estado, si el hombre tiene capacidad para intervenir en la construcción del destino de la mujer en el que él está sumamente interesado, es necesario que recíprocamente la mujer intervenga en la determinación de los poderes del hombre, en los cuales la mujer no está menos interesada. Podemos reservar la cuestión de saber si la condición jurídica de un sexo debe ser exactamente igual a la del otro, o si estas condiciones deben diferir, como sus aptitudes y sus funciones naturales. De la manera en la que la cuestión se resuelva, el hecho es que los únicos derechos efectivos son los derechos garantizados, que los derechos políticos son la única garantía de los derechos civiles, y que la libertad de un sexo obligado a recibir su destino de las manos del otro jamás será más que una rescisión; su posesión, un peculio; su condición, la servidumbre, y su personalidad jurídica, un postulado de la razón falto de la existencia efectiva.
El estatus proporcionado a nuestras hermanas varía según el tiempo y el clima; pero no podemos ocuparnos de ello ahora, estas diferencias no son el objetivo de nuestro trabajo. Existen señoras sirvientes y esclavas favoritas, grandes imperios han sido gobernados por mujeres, incluso con cierto esplendor; pero el hecho que consta es el siguiente: la ley con la que rige la mujer se establece absolutamente sin su intervención. Todos los derechos que la mujer posee bajo el imperio de las legislaciones más liberales son para complacerla, y las concesiones para complacer son precisamente lo opuesto al derecho. El individuo que no es y no hace más que lo que otro le ordena y lo que le permite ser y hacer es esclavo de aquél. La clase social que no es y no hace más que lo que otra clase social le permite ser y hacer es esclava de esta otra clase social. Así, la autoridad absoluta de una mitad del género humano sobre la otra es el atributo más general de su constitución. La esclavitud de la mujer, cuyas consecuencias más indignantes vemos desplegarse en tribus salvajes y en naciones bárbaras, perdura, en principio, en todas nuestras leyes, formando verdaderamente las bases de estas, aunque las consecuencias hayan sido diversamente atenuadas y el nombre mejor o peor disimulado.
La cuestión de los derechos políticos de la mujer domina absolutamente todo nuestro trabajo. Rechazarlas supondría rechazar el derecho, supondría impedir aparecer su personalidad, mantener el principio de que la mujer no existe por cuenta propia sino como medio de continuar, enriquecer, alegrar nuestra propia existencia. Estamos lejos de ignorar la importancia de las reformas preconizadas o incluso probadas en el ámbito de la propiedad, y de forma más reciente en el de la escuela, el trabajo, el matrimonio y el de la prostitución. Es posible que convenga, en ciertos países, comenzar por estos detalles, pero instrucción, propiedad, industria, familia, prostitución, no son ninguna cuestión relativa al destino de la mujer que desemboque en la de sus derechos. El éxito de las cruzadas emprendidas por un sentimiento puro de humanidad nunca es lo bastante considerable; no es para mejorar las condiciones del sexo femenino, sino por su propio interés económico el hecho de que ciertas compañías, comercios y administraciones ofrezcan a la mujer nuevas ocupaciones más o menos remuneradas. Las enseñanzas de la psicología y la historia nos llevan a creer que las modificaciones aportadas en la condición del sexo lampiño por los legisladores velludos en menoscabo de la barba. Lo que estos concederán, si acuerdan algo de cierto valor práctico, será en su interés por lo que lo harán y será la armonía de los intereses de ambos sexos en la esfera económica y jurídica lo que importará establecer ante sus ojos principalmente para hacer caminar la sociedad por la senda de la justicia.
En cuanto a nosotros, que no tenemos la ambición de ejercer la menor influencia sobre los consejos y no buscamos precisar la noción de las cosas en estas líneas, nos basta con constatar que cualquiera de los cambios aportados por la autoridad exclusiva de un sexo en el destino del otro dejan al último sin derecho y, bien mitiguen su servidumbre, o bien la vuelvan más pesada, la confirman igualmente.
Asimismo, una vez erradicada la discusión, y los hechos, de la esclavitud de las razas débiles por la guerra civil de Estados Unidos, la irresistible lógica de la historia nos llevaba al primer plan de esclavitud del sexo débil. La cuestión de los derechos políticos de la mujer debía plantearse, y no podía ubicarse prácticamente en ninguna otra parte que no fuera en esta raza anglosajona, que, por la extensión de su dominio, y el crecimiento de su población, por la grandeza de su riqueza y por el poderoso despertar del pensamiento que en ella se da, se encuentra hoy sin lugar a dudas a la vanguardia de la humanidad.
¿Es necesario medir el tiempo durante años o durante siglos para que nos depare una solución positiva? Lo ignoramos, ni si quiera osaríamos afirmar, fundamentándonos en consideraciones científicas, la posibilidad de la justicia aquí abajo. Las esperanzas fundadas por ilustres doctores sobre las propiedades milagrosas de la fricción y sobre la adaptación de lo interno a lo externo evocándonos una sonrisa que no es absolutamente la iluminación de la fe, no sabríamos explicar la justicia y la felicidad en términos puramente mecánicos; lo único que sabemos es que la justicia es imposible en un orden basado en la esclavitud, y que un día de paz no refulgirá sobre la humanidad, en tanto que el elemento pacífico será sistemáticamente alejado de sus consejos.
No estaremos todos de acuerdo en que este alejamiento sea idéntico al de la esclavitud. Desatendiendo lo que concierne a la capacidad de los ciudadanos efectivos, cuestiones que pertenecen enteramente al ámbito de lo relativo y de lo variable. Se dirá que la mujer no ha sido llamada por la naturaleza para ejercer autoridad, de modo que la naturaleza misma ha sido el obstáculo principal a poseer su derecho abstracto. Pero su posición está fijada y sus derechos controlados en su propio interés por el compañero de su existencia. Se dirá que, si la mujer es esclava en barbarie, su destino en la civilización no puede definirse más que por el término de minoría.
Grande, en efecto, es la diferencia entre estas dos ideas. El esclavo no existe para sí mismo; su dueño dispone de éste en su propio interés, el menor, por el contrario, es su propio objetivo, como es el objetivo de la labor del tutor, siendo por el bien del pupilo que se exige su obediencia. ¿Pero dicha distinción es aplicable aquí? La minoría se me antoja una condición esencialmente temporal. Toda minoría perpetua resulta sospechosa, sobre todo cuando se trata de una clase social y de una institución. Que un padre o un cónyuge se dedique a veces a la felicidad del ser que está bajo su autoridad lo veo bien; pero que el sometimiento legal de la mujer tenga por objeto positivo y primero el bien de la mujer misma apenas puedo concebirlo, aunque admito que el legislador haya podido creerlo. ¿Discutiría usted la sinceridad de los reverendos de Richmond cuando explicaban cómo la institución doméstica aseguraba a los negros el máximo de felicidad de la que estos son capaces, o sospecharía de que se trata de una aventura que los ingleses permanezcan en la India y no por otros motivos como el de cumplir su misión de tutela hacia los hindúes? Ni se lo plantea, ya que ello sería acusar de hipocresía la solemnidad de las declaraciones que han estereotipado. Hipocresía, ¡Oh! Jamás. Pero podemos crearnos ilusiones a nosotros mismos y, además, en la cuestión que nos ocupa, no siempre encontramos declaraciones tan perentorias. «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo» se decía a menudo en ciertos círculos hace sesenta años. Esta máxima sería utilizada por un buen rey, quizá incluso una aristocracia eminente por sus ilustrados y sus virtudes, en un pequeño teatro y durante dos o tres lustros de excepcional felicidad; pero busco en vano algunos ejemplos serios de gobierno de una clase social fijada sinceramente en el interés de otra clase social o en el igual interés de todas.
Una vez más, ahí reside lo que explica, y quizá lo que excusa el extraño desafío, la paradoja inaudita del sufragio universal. Pero mientras el sexo débil se mantenga al margen de los asuntos, el sufragio universal no existirá2 . ¿La ley hecha por algunos hombres para regular la condición de las mujeres tiene de verdad por objeto el interés de las mujeres o un interés común de todos los miembros de la sociedad? La consideración de casos análogos daría lugar a una presunción negativa. Esta presunción adquiere mayor fuerza cuando se aprecia que el sexo privado de los derechos del otro permanece sumiso con las mismas cargas, y que la debilidad en razón de la cual se le niega toda competencia nunca ha sido invocada con objeto de alegar su responsabilidad. La respuesta a nuestra pregunta: minoría o esclavitud, varía quizá según el país, en lo que en el futuro tendríamos que comparar las legislaciones. En lo concerniente a Francia, este estudio se ha realizado, y he aquí cómo una mente generosa formula el resultado: «En cuanto a la ley francesa, ha escrito Alexandre Dumas, declara a la mujer inferior al hombre, esto nunca es para liberar a la mujer de un deber con respecto al hombre o de la sociedad, al contrario, es para armar al hombre y a la sociedad de un derecho de más contra la mujer. Nunca se ha pensado que la ley pueda tener en cuenta la debilidad de la mujer en los diferentes delitos que ésta pueda cometer, al contrario, se abusa de ella»3 .
Sea cual sea la entrega que tal mujer inspire a tal hombre en un momento dado, la relación general entre ambos sexos no es sino el de una entrega recíproca, el impulso que les lleva a unirse no excluye el egoísmo, cada uno busca la satisfacción de su propio deseo. Sin estas relaciones, el antagonismo aparece pronto, y es en su interés particular cuando el sexo masculino controla todo lo que concierne al otro. La personalidad de la mujer se reconoce en la medida en la que el hombre encuentre su provecho en reconocerla para la trasmisión de sus bienes y la educación de sus hijos varones. La de las hijas tiene por objeto aumentar la aprobación de la sociedad para los hombres, sin permitirles participar con ellos y llegar a la independencia. Los derechos aparentes de la mujer no son verdaderos derechos, no solo porque carecen de garantía, tal y como ya se ha señalado, sino porque no se han constituido en el interés de la que los ejerce. La supuesta minoría del sexo establecida por nuestros códigos occidentales no es más que un sometimiento mal disimulado; el derecho del más fuerte siempre reina. Cuanto más de cerca examinamos el hecho, más precisaríamos confirmar el resultado de la deducción racional: no hay justicia para el que recibe su ley completamente de las manos de otro. Mientras la naturaleza humana no haya sido transformada hasta en sus elementos más recónditos y profundos, las leyes creadas exclusivamente por un sexo tendrán su interés exclusivo como fin.
Que así sea en la sociedad moderna, la organización de la industria, la disciplina de las relaciones sexuales, la constitución de la familia representa en todas partes la prueba, y bien más allá de la necesidad. La crítica de estos pactos, desde el punto de vista de la justicia, no es necesaria para lectores que los conocen y que acercan los elementos dispersos de un problema. Si pudiéramos esbozar de una línea correcta el destino que haría a la mujer una realización sincera del derecho dentro de las condiciones posibles, nuestra meta sería lograr sin conciliación que cada uno pueda ser uno mismo.
II
Nos hubiera gustado bosquejar dicho esbozo, pero un obstáculo nos frena. No sabemos lo que demanda la justicia, y no lo sabremos, mientras que la mujer no haya sido consultada. Las necesidades, las aptitudes de los dos sexos no son las mismas. ¿Hasta dónde llegan estas diferencias? No solo lo ignoramos, sino que no podremos saberlo, mientras la educación de las niñas siga estando controlada exclusivamente por nuestras órdenes y conforme a nuestras conveniencias. ¿Hasta qué punto estas diferencias naturales, que tan mal medimos, deben reflejarse en la ley para formar dos clases de personalidades jurídicas con derechos y deberes distintos? No podemos decirlo con certeza, lo único que sabemos es que las mujeres están tan interesadas como nosotros, y más aún que nosotros, en la solución del problema. Si su intervención es indispensable para legitimar esta solución, su experiencia, su inteligencia no son menos indispensables para dilucidar dicha cuestión. Pero mientras la justicia no se rinda ante la mujer no habrá justicia en ninguna parte, mientras no se tenga en cuenta la opinión de la mujer, mientras que ésta no ejerza su parte de autoridad, su parte completa, su parte igual en la deliberación, no podremos determinar la condición de la justicia social, y nuestras previsiones sobre este asunto no conllevarán más que un valor problemático.
Incapaz de apreciar la diferencia, ya que giraríamos en un círculo de injusticia y de ilusión intentando definirla según nuestros iluminados criterios masculinos, estamos obligados provisionalmente a olvidarla y a dejarnos guiar por la justicia abstracta, es decir, por la libertad y la igualdad. No tememos demasiado, en el fondo, ponernos a su disposición. En el plano de la igualdad, la libertad marcará las diferencias; esta corregirá la abstracción y terminará por darle su justa forma: la reciprocidad de los derechos y deberes.
Así, en el ámbito de la industria, hasta el establecimiento de los compromisos que la experiencia pueda sugerir al legislador imparcial suponiendo que este existiese, nos parece que la justicia exige a la mujer, destinada a procurarse su subsistencia en competencia desigual con el otro sexo, todas las profesiones le sean accesibles, entre ellas las profesiones liberales y los empleos públicos. Aquellos que quieren, en razón de sus funciones propias y de su debilidad, impedirles todo trabajo productivo o trabajos particulares sin asegurarles de otra forma su subsistencia, no merecen ser escuchados. Sucesivamente, varias puertas, en otros tiempos cerradas, se han abierto o entreabierto; la justicia pretende que se abran todas. Si algunas funciones debieran reservarse a uno de los sexos, debería de ser al más débil, al que la fuerza de las cosas excluye de un gran número de otras y al que le causará siempre más trabajo ganarse el pan en una actividad normal. Pero es inútil llegar hasta allí: el interés de los emprendedores y del público hará la distribución. En cuanto a las exclamaciones que se presentan en el pensamiento de una mujer notario, ingeniera o profesora, podemos, creo, ignorarlas, ya que, si las mujeres son incapaces, éstas suspenderán sus exámenes, si son menos capaces aprobarán en menor medida; si las condiciones particulares de su existencia las incomodan en el ejercicio de la profesión elegida, su clientela desaparecerá y la lección no se perderá por la siguiente generación. Por la fuerza de las cosas, la mujer siempre ha tenido algo de competencia en este ámbito desde que ya no es esclava de pleno derecho en virtud de las leyes de la familia. Esta libertad de trabajar tiende a aumentarse, podemos presumir con algo de razón verla antes o después plenamente consagrada, según las prescripciones del derecho natural. Aquí, en efecto, el antagonismo directo de los sexos es solo aparente: son los obreros de un oficio quienes se encuentran inmediatamente interesados en apartar la competencia de las mujeres, mientras que los clientes de ambos sexos tienen interés en favorecerla para obtener el producto a mejor precio. El momento donde la emancipación de la mujer por el trabajo amenazará al sexo masculino en sus placeres está todavía bastante lejos, de manera que el obstáculo al advenimiento del derecho se limita a la resistencia activa de algunos privilegiados apoyados en los prejuicios y la rutina. Este libre acceso a las profesiones es bastante distinto al acceso a las cargas que confieren las autoridades al público, aunque implique la facultad eventual de mandar a algunos en comercios u oficinas. En cuanto a los oficios públicos, a las magistraturas, la cuestión se adentra en la de los derechos políticos, donde los diferentes elementos están en juego: ya hemos hablado de ello, podemos continuar.
III
La facultad de ejercer todas las profesiones no aseguraría enteramente la existencia material del sexo débil: sin embargo, esta despejaría más o menos las industrias femeninas, donde el trabajo se desprecia por el exceso de la oferta sobre la demanda, y disminuiría así en una proporción más considerable, de lo que parecería a primera vista, el número de niñas reducidas al abandono para subvenir a su sustento.
Así, la cuestión del trabajo accesible para la mujer aislada se vuelve a vincular naturalmente al tema de las relaciones sexuales y de la familia, problema complejo y difícil entre todos, incluso para aquel que persigue únicamente un ideal de justicia factible en las condiciones permanentes de la existencia en este mundo, independientemente de los obstáculos que los intereses, las pasiones y los prejuicios podrían suponer cuando se tratara de extrapolarlo a las leyes y a la práctica. Quizá la cuestión se reduciría, no obstante, a términos bastante simples, considerando únicamente el derecho puro; pero el punto delicado reside precisamente en saber si el matrimonio y la familia se rigen exclusivamente por el derecho puro. Se trataría aquí de lograr la verdad de las cosas, mientras que el derecho apenas se establece sin algo de ficción. El derecho se aplica a las relaciones de los individuos, su punto de partida es el individuo, al cual contempla como un ser libre y susceptible a este título por envolverse por convenciones con otros seres libres y completos como él mismo. El derecho considera a los individuos parecidos y aislados; es una abstracción fecunda, beneficiosa, indispensable, pero, no obstante, es una abstracción, y esta imperfección se convierte en un peligro cuando se trata de regular las relaciones naturales de la familia. El individuo no constituye un ser enteramente separado de los otros. Este es la prolongación, la fusión, la combinación de sus ancestros, al menos de algunos de sus ancestros. La psicología lo manifiesta y la psicología lo demuestra. El ser real se afirma y se constituye en la sucesión de las generaciones. El individuo no representa un verdadero todo, ya que ningún individuo encierra todos los elementos constitutivos de la especie. El representante completo de la humanidad, la molécula humana, no es el individuo, que se puede observar y que se puede perseguir en todos los ámbitos, y se demuestra irrecusablemente en la reproducción. ¿Cómo alardear de alcanzar la verdad, cuando nos sometemos a la ley del contrato, que supone el libre albedrío, un orden de hechos dominado por la necesidad? ¿Sobre qué base establecer la reciprocidad entre términos distintos? Y, además, ¿son los contratantes los únicos en considerar el asunto en el que terceras personas, el pueblo, el futuro, la humanidad están tan enormemente interesados? ¿Cómo reconocer a la reflexión individual la competencia de reglar lo que se desentiende de la conciencia y desciende más a fondo que la distinción entre individuos? Confesando aquí su impotencia, ¿no debería la razón del razonador apartarse ante la razón de la especie, la costumbre, la tradición?
Si hubiera sobre el asunto que nos ocupa una revelación auténtica y suficientemente clara para pasarse de intérpretes, esta sería sin lugar a dudas un gran alivio y una gran ayuda; pero las revelaciones no sirven para nada cuando no se cree en ellas; y los intérpretes oficiales de la tradición cristiana han hecho de esta materia un mal del que, tras los esfuerzos de varios años, no llegamos a sondear la profundidad. Los autores del dogma católico han hecho del matrimonio un sacramento, intuición, sin lugar a dudas, sana y fuerte, ya que el sacramento tiene por objeto unir al hombre con su creador, mientras que el matrimonio une al hombre consigo mismo. Y así, por una inconsecuencia inaudita, han declarado la soltería superior al matrimonio y necesaria para la santidad perfecta. Por lo que la reproducción es un pecado. Esta blasfemia insolente imputa al creador la contradicción más cruel, y propone la devastación para el fin supremo a la criatura, vistiendo así la cama de toda impureza, ya que si el matrimonio nunca está exento de suciedad un poco más o un poco menos no importará. Ningún pesimismo sabría ir más lejos que esta negación del orden, donde se destruye todo pensamiento.
La Reforma no ha consagrado esta barbaridad, pero no tiene, sobre la cuestión, doctrina que le sea propia. Así, del lado de la Iglesia, inútil de buscar.
Las costumbres varían infinitamente según los tiempos y el lugar. De hecho, no hay nada donde el contraste sea más evidente entre la idea y el hecho, entre las leyes y las costumbres; no hay nada donde la contradicción reine hasta este punto en las propias leyes; no existe punto donde el estado de las cosas fundado sobre la costumbre y sobre la tradición suscite tantas reclamaciones y parezca inflado de tantas injusticias y sufrimientos. Por lo que, por más que uno se deifique y quiera recusarse, la cuestión subsiste: hay que organizar las relaciones sexuales siguiendo una ley racional, y, en primer lugar, es necesario buscar esta ley. Pero una vez más, ¿la ley de estas relaciones podrá deducirse de los principios simples del derecho común? ¿La idea de persona, jurídicamente igual y semejante a cualquier otra persona, sufrirá al determinar los efectos legítimos de una relación contraída entre dos partes diferentes en razón de estas diferencias, a las cuales no se prestaría ninguna atención? Es poco probable. Vemos reaparecer aquí, bajo un duro día, el vicio fundamental de toda nuestra sociedad. Si las diferencias físicas y morales entre los dos sexos son un elemento a considerar de una forma particular en la organización de las relaciones de la familia, queda bien claro que atribuir a uno de ellos el derecho exclusivo de formular la ley de dichas relaciones, significa negar al otro toda existencia moral cualquiera, y privarse aquí de su iluminación, es condenarse a sí mismo a la ceguera.
Pero, aunque sea de la competencia del legislador, es difícil, por la razón que se acaba de mencionar, someter el matrimonio a la ley general de los contratos. Además, los contratantes no están solos en cuestión. La justicia condena y declara nula una convención realizada en detrimento de un tercero. Aquí, la reserva del derecho de un tercero recibe necesariamente una interpretación extensa. Los terceros a proteger no existen todavía y, quizá no existan nunca, pero nacerán probablemente del acuerdo a concluir. Los contratantes tienen la obligación de tener en cuenta, y en el interés de su propia conservación, así como en el interés privado de estos seres problemáticos, que es un deber para el Estado velar por ello. Toda existencia humana resulta de un acto en el cual han concurrido dos personas, de las cuales una de ellas puede constatarse fácilmente, o más bien no podría permanecer desconocida sin cautelas y artificios que exijan complicidades casi necesariamente, mientras que la identidad del otro no podría establecerse rigurosamente más que en circunstancias completamente excepcionales, y determinarse de otra forma que no fuera por probabilidades o por ficción legal. El padre conocido es aquel del que niño tiene la necesidad más inmediata, pero es también el menos apto para hacerlo subsistir por su trabajo. En realidad, el niño necesita de la participación de ambos, a menos que el Estado tome al niño bajo su tutela, tarea que al niño no podría bastarle. ¿Cómo obligar al padre a cumplir su deber para con el niño cuando el padre es desconocido? ¿Cómo obligar al que tenemos por padre a realizar dicho deber cuando este no cree en su paternidad? La ficción legal resuelve todo esto, pero ¿a qué precio? El matrimonio infecundo y gradualmente abandonado, la cortesana que reina, que asciende, que desborda, que inunda todo como un nuevo diluvio, y los niños naturales, en la miseria y el desprecio de los cuales la ley especula para asegurar el mantenimiento de la familia regular, viendo a su ejército crecer cada día. Y todavía la institución no subsiste más que por la mentira. La monogamia es el derecho, la poligamia el hecho. Para asegurarse herederos fruto de su sangre, el marido busca una mujer que únicamente le pertenezca a él, sin contar con los otros. La fortuna, el honor, la libertad y la vida de la esposa se entregan al marido a fin de garantizar la observación de los compromisos que ésta ha adquirido. La mujer también querría un marido para ella sola, pero la ley se lo niega. El marido se compromete como ella, solo que él no está sometido por su palaba, si la viola, se le elogia, si la respeta, se expone a las pullas. Desde hace solamente algunos meses, se le permite a la mujer alegar infidelidad como motivo de separación, pero la desigualdad subsiste aún en la ley penal. Si a ello añadiéramos los dobles y triples matrimonios y las infidelidades ocasionales a las uniones precarias de las que los productos pertenecen sin título a los cuidados y bienes paternos, constataríamos que el matrimonio, justae nuptiae, tiende, al menos en Francia, a convertirse en una institución excepcional, destinada esencialmente en ciertas familias a la transmisión de bienes. Las soluciones de hecho no bastan entonces. Un gran número de padres no cumplen ninguna de sus obligaciones para con los hijos que han traído a este mundo, y la impunidad les está garantizada. Para resignarse a tales males, sería necesario haberse asegurado de que es imposible remediarlo.
Si nos ceñimos a la noción general del derecho, que permite a cada uno hacer lo que le plazca dentro de los límites compatibles con el ejercicio de la misma libertad de otros, haciéndose cada uno responsable de sus actos, llegaríamos, en principio, parece ser, a consecuencias que cambiarían bruscamente de arriba abajo todo lo que existe, ya sea en las leyes o bien en las costumbres. Dejando aparte la prostitución como una cuestión especial que no hay que prejuzgar, las combinaciones más variadas llegarían a ser lícitas, pero bajo la condición de una publicidad que permita siempre a la autoridad conocer al hombre o los hombres obligados, después de sus hechos o sus promesas, al mantenimiento del hijo nacido de tal mujer en un momento determinado. Las relaciones secretas, sin embargo, serán castigadas muy severamente, ya que la justicia, contrariamente a la ley imperante, no admite en absoluto que se permita traer una criatura humana al mundo para después abandonarla. El acto de la mujer que se da o se presta no surge sino de ella misma, pero exponiéndose a traer al mundo a un niño que no está segura de poder mantener, se hace responsable de este, y el infanticidio ya está latente en su debilidad; su caso es análogo al de un homicidio imprudente. La determinación de la paternidad, que los jurisconsultos y los legisladores rechazan en principio y en pocas palabras por motivos inconfesables, se topa con dificultades de pruebas y procedimientos que dificultarían enormemente la aplicación, si no desea correr el riesgo de resucitar los abusos a los que ha sucumbido. Confiriendo una existencia legal a las uniones a largo plazo, prevendríamos este inconveniente, sin perjudicar quizá a la conclusión de los únicos matrimonios dignos de fomentar, los formados en la sincera intención de ambas partes de cumplir con la ley. Estas uniones temporales constituirían una relación seria, ya que sea cual sea la duración prevista, el mantenimiento de los hijos exige que, a largo plazo, se prolongue de pleno derecho hasta que haya finalizado el periodo de educación del último niño nacido. Aseguraríamos eficazmente la conclusión y la publicidad de las convenciones de este género ―sobre las cuales nos gustaría reservar todavía nuestra opinión― pronunciando que, salvo prueba en contrario, las parejas de hecho se considerarán como que han tenido la intención de unirse bajo las condiciones normales del matrimonio.
Pero estas condiciones normales, ¿cuáles son? Aquí, mejor quizá que en cualquier otra parte, vemos qué difícil es separar prácticamente la idea jurídica del interés social y de la moral, y cómo todas las instituciones humanas son inevitablemente compromisos. Desde el punto de vista de la moral, el verdadero matrimonio, el buen matrimonio, es evidentemente el matrimonio indisoluble: el que verdaderamente ama, se persuade de que amará siempre, quiere amar siempre, se ofrece para siempre y es así como se acepta. Cualquier otra proposición habría sido un insulto. Tomarle la palabra a su esposo, es cumplir con la palabra de uno mismo. Y si el amor hace nacer al amor, si los juramentos intercambiados han sido sinceros, uno no podría liberarse sin destrozar al otro. No tiene derecho: si una persona se entrega, ya no se pertenece, no puede abandonar. El matrimonio perpetuo es la única forma de la que se puede esperar esta compenetración recíproca mediante la cual dos seres incompletos que se complementan y que se corrigen el uno al otro, llegan finalmente, quizá, en el ocaso de la vida, a conocerse a ellos mismos porque ambos se han realizado. Nadie triunfa solo. Nos conocemos a nosotros mismos cuando sabemos lo que somos a los ojos de nuestro compañero de nuestras aficiones y de nuestros trabajos, de nuestro dolor y nuestra felicidad.
Y esta conciencia recíproca, esta conciencia armoniosa, es la felicidad, la verdadera felicidad, la única felicidad. El hombre que solo busca la delectación no sospecha de la existencia de la felicidad; para él, esta palabra no tiene sentido: no lo compadezcamos, ya que éste no puede llegar a más allá.
Hay dos juramentos naturales, el arrepentimiento y el matrimonio. El lecho es sagrado, la unión de los sexos es un juramento cuando se realiza en el amor; fuera del amor, es una mentira y un sacrilegio. Poseer lo que se ama, amar lo que se posee, pero amar verdaderamente, y, consecuentemente, el respeto de una veneración sincera, que la embriaguez de los sentidos se exalte, y que la calma de los sentidos no disminuya, la inmoralidad en una hora, un sonido cuyas consecuencias se prolongan a través de los años, un destello que siempre nos deslumbrará. Esta felicidad no podría existir fuera del matrimonio. El amor del que procede no es efecto de una pasión fortuita, ni de una simple afinidad natural, el objeto ha aguantado la prueba del entendimiento, y para saborearlo, este amor que no nos inventamos, es necesario haber cultivado el germen, es necesario haber trabajado sobre sí mismo, no es el resultado de un solo día.
Este matrimonio, solo verdaderamente satisfactorio para una pareja digna de representar a la especie y capaz de mejorarla, es también el mejor para los hijos, que necesitan de sus padres por mucho tiempo, que siempre necesitan ser amados, hacerles felices dentro del orden. Es la única particularidad para formar una familia configurada como institución permanente. Pero tal afianzamiento recíproco que aporta tan completa fidelidad no podía ser sino voluntario; la ley no puede entrar ahí. Podría existir en una relación precaria, si fueran dos seres lo bastante seguros el uno del otro, lo bastante independientes de la opinión, lo bastante orgullosos, para unirse sinceramente de manera perpetua, sin hacer intervenir a la sociedad en sus acuerdos. No hay entonces necesidad de que el legislador imponga una norma de la que no sabría llegar al fondo. La única consideración jurídica que se pueda autorizar para restringir la libertad de los contratos de este ámbito es la de la sanción indispensable a la obligación del padre, sanción que la publicidad de las uniones a largo plazo proveerían de una manera bastante imperfecta, pero, sin duda, preferible al régimen actual, donde esta obligación se ignora absolutamente. En cuanto a la familia como institución permanente, fuera del lazo que une dos generaciones, comprendemos que el valor moral se discuta, aunque nos inclinemos a admitirlo. Desde el punto de vista jurídico, ésta es lo contrario al espíritu de la moderna democracia, de la que el mérito positivo también entra en cuestión.
La evidente superioridad del matrimonio formado por la vida, lejos de implicar mediante la ley civil una obligación de garantizarlo exclusivamente, no impone incluso la de reconocerlo como contrato regular. Desde el punto de vista jurídico, el matrimonio indisoluble provocaría, en efecto, una objeción grave y casi insuperable, si las relaciones que establece entre los cónyuges deben permanecer tal como hoy en día. No sabríamos utilizar su libertad virtual sin disipar una parte, no sabríamos contraer ningún compromiso sin renunciar en alguna medida, y toda sociedad reposa sobre compromisos similares. No es necesario, por tanto, decir de una manera demasiado absoluta que la libertad es inalienable: el Estado nos demuestra perfectamente que no es nada y nosotros no sabríamos prescindir de él, pero si el Estado nos es necesario no es sino para asegurar la poca libertad que este nos permite; si nos la quitara por completo, este ya no tendría razón de ser y nosotros ya no tendríamos razón para mantenerlo, o más bien soportarlo, sería renunciar a nuestra cualidad de hombres. La alienación completa e irrevocable de la libertad es bastante peor que el suicidio: nadie tiene el derecho a exigirlo, nadie tiene el derecho a consentirlo, ya que, así, quedaría inutilizado de cumplir deberes que aún subsisten. La alienación, incluso temporal, de nuestra libertad de acción tiene otros límites aparte de la duración, y es que la ley civil pronuncia, con razón, toda obligación de convertir en obligación de pagar. El matrimonio crea una obligación general, inconvertible y permanente. Más o menos ficticio en lo que concierne a uno de los cónyuges, este sacrificio es para el otro asfixiante, se trata de un total abandono de su libertad personal, una promesa de obediencia indefinida, cuya interpretación no es de su arbitraje. El sirviente que se va sin ser despedido o el trabajador que abandona su establecimiento antes de la fecha establecida en su contrato no son devueltos por la fuerza al trabajo abandonado, sin embargo, el marido puede requerir a la gendarmería que hagan volver a su esposa al domicilio conyugal, como en ciertos países la policía puede devolver a una prostituta a su pensión, ya que es preferible para el sexo débil que una legislación generosa haya establecido medios y sistemas de control rígidos. Así, el matrimonio indisoluble, único estado en el que el hombre pueda esperar en cierta medida la realización de su ser moral, quebranta los principios del derecho.
Habíamos previsto que sería difícil regular las relaciones nacidas de la diferencia entre dos seres complementarios según el principio de la igualdad personal en el que se ignora toda diferencia. Sin embargo, esta diferencia es quizá menor de lo que parece. Si la herida no se cierra, el progreso de las instituciones puede al menos suturar. Y, en primer lugar, en cuanto a la perpetuidad, un contrato irrescindible no es necesariamente un contrato vicioso. La deuda únicamente se liquida mediante su pago. Así, la carga de los intereses subsiste todavía para aquel que no puede reembolsar el capital, y sobrevive incluso a su persona. La facultad de poder divorciarse por causa determinada y seria soluciona los peligros efectivos de la perpetuidad sin alterar sensiblemente el carácter de la unión, por medio de que el juez del divorcio tenga sobre los bienes y los cónyuges en litigio un derecho suficiente para impedir que el que quiera divorciarse sin competencia pueda obligar mediante sus métodos al cónyuge inocente a proponerse como actor en la causa.
Lo que, en el matrimonio actual, choca principalmente con la noción de derecho, es la obediencia. Aquí, la mujer desplazada fuera de la capacidad que ofrece la ley por la denegación del sufragio, se encuentra casi fuera de la ley por la ley misma. Su ley, es su marido. En esta condición normal de la mujer, la servidumbre es aún actual. Entre la gente sin educación, que vive del trabajo de sus brazos, esta esclavitud es muy frecuentemente un suplicio; puede serlo en todas las condiciones sociales. Los vecinos que arrojan a los brazos de un borracho una mujer decente medio muerta, no ignoran que la ley es la que ha entregado esta víctima al torturador, y que, si se queja, la ley garantiza al acusado los medios de tomar represalias en céntuplo. Sin embargo, llegamos al punto en el que la reglamentación se muestra impotente: la concubina, que puede irse, no recibe menos puñetazos, y los soporta, porque necesita vivir. La distribución de las funciones en el hogar se debe a la naturaleza de las cosas; la autoridad de hecho permanece en las manos capaces de ejercerla, es decir, en la voluntad más persistente. Así, la mujer no está completamente desarmada. En un consejo de dos, en el que la decisión no puede aplazarse, es necesario, parece ser, dar doble voto a uno de los miembros. Incluso en casos graves, donde la decisión a tomar puede acarrear consecuencias duraderas, tales como la elección del domicilio, la de un colegio o la de una profesión para los hijos, la introducción de un tercero para desempatar supondría la desorganización del hogar, lo que no es aconsejable; pero no está demostrado que el marido sea necesariamente y en todos los casos el mejor árbitro, la voz preponderante podría pertenecer tanto a uno como a otro según las cuestiones, las personas y las circunstancias. Podríamos exigir, o al menos permitir, que las capitulaciones matrimoniales regularan estos puntos, como ya ocurre para algunas bobadas. Es de completa injusticia por ejemplo que un ocioso que vive sobre el bien de su mujer, le fije el lugar de residencia, más todavía cuando este vive de su industria, y la ley no debería permitir eso. Los conflictos relativos a los hijos podrían solucionarse según los sexos, o por la emancipación de los intereses cuando sea posible. En resumen, suavizando la ley, creemos que podríamos volverla más equitativa. Aunque los argumentos dados a favor de la potestad marital no posean valor, estos no soportan el peso de las conclusiones que se sacan, y la historia nos muestra que las razones dadas después para justificar la ley no son las que le han dictado; pero, tras las correcciones a la cuales hemos señalado la sustancia, el matrimonio ya no tropezaría con el derecho.
La cuestión de los bienes es bastante compleja. Que la mujer tenga derecho al producto de su trabajo, incluso bajo el techo conyugal, nos parece justo, aunque el código lo juzgue de otra forma. En cuanto a la herencia, la ley que ignora los sexos en la delación funciona mal, porque su aparente equidad combina con las diferencias que establece entre ellos en el matrimonio. Siendo la filiación femenina la única constante, lo lógico sería quizá que la trasmisión de los bienes se operara exclusivamente por las mujeres que, de pleno derecho, heredan solas o al menos en ausencia de testamento. Y el interés social parecería, en principio, estar de acuerdo con esta regla, ya que la producción de los bienes es naturalmente del sexo fuerte, mientras que la administración y la conservación pertenecen a las habilidades del sexo débil. Nada es más perjudicial para las costumbres, la igualdad política y el desarrollo de la riqueza que la permanencia de una clase de ociosos garantice su ociosidad. Las familias que no puedan dejar a sus hijos un módico capital circulante no escatimarían tanto al ver aumentado su número. Ganarían entonces la energía, la iniciativa y la inteligencia nacionales.
Sin embargo, fuertes consideraciones militan a favor de una solución diametralmente opuesta. La libertad, la dignidad de la mujer, el progreso deseable de las generaciones futuras que estarían interesadas en que las prometidas no deban ofrecer la dote y que heredasen solo una renta vitalicia, exigible únicamente durante su soltería. Entonces las niñas de buena familia no soportarían más los tributos ignominiosos de los cazafortunas. Entonces los jóvenes que no pueden contar con un enlace matrimonial para para pagar sus locuras y ascender en la sociedad, trabajarían más valerosamente para adquirir una buena posición, después, una vez obtenida, consultarían a sus ojos, a su razón, a sus sentimientos y no a su notario en la elección de la madre que dar a sus hijos. Los matrimonios basados en el amor, los únicos de los que puede nacer una generación fuerte, cesaría de ser una imperceptible y problemática excepción. Las más bellas, las más ricas y las más valientes serán las primeras en ser llamadas a la maternidad; los bienes adquiridos por la energía viril se conservarían por su solicitud, el lujo pueril de las baratijas, donde una gran parte del trabajo de la humanidad se consume de forma estéril, se reprimiría por el buen sentido de las mujeres llamadas a tomar la iniciativa; la sangre de razas futuras sería más bermeja y su actividad más fecunda. Mientras que hoy, los primeros obreros llamados a crear el futuro son el joven hombre liberado de su servicio militar a causa de sus discapacidades y la niña que pone su fortuna sobre la mesa, cuyos padres han muerto ambos jóvenes y cuya sangre, según toda apariencia, es la más viciada. Tales son los efectos combinados del materialismo de nuestras costumbres y de una legislación especialmente preocupada por los derechos e intereses particulares. En su esfuerzo mismo por ser justa con cada uno, esta perjudica, quizá, a todo el mundo.
Así, el derecho abstracto, que se vincula exclusivamente a la consideración de los individuos, no basta para solucionar todo a mejor en el tema que nos ocupa. Pero es la idea del derecho la única que buscamos despejar. Podemos, por tanto, dejar abiertas las últimas cuestiones afloradas. Estas se vinculan de nuevo al problema social de la herencia y a la competencia del Estado para resolverlo en su propio interés; este nuevo asunto no es de aquellos a los que se les permite tratar de forma independiente. El único paliativo para la lepra de los matrimonios dichos en razón de que nos ofrezca una aplicación más severa de la idea jurídica pura, consistiría en desalentar a los cazafortunas concediendo a la esposa no solo la garantía, sino la administración y la libre disposición de los bienes que este aporte, deducción hecha de una parte deducida de los gastos del hogar.
El matrimonio, incluso ampliado, no podría constituir el tipo único de relaciones sexuales. Allí donde la familia se cierra, la cortesana se sienta al pie de la puerta. Para bien o para mal, su presencia es inevitable en una sociedad en la que las condiciones económicas prohíben el matrimonio a un gran número de personas durante los años en los que la necesidad se hace sentir de manera más fuerte, y no concediendo por lo general al trabajo de las mujeres una suficiente retribución para su mantenimiento.
¿Qué dice el derecho?
El hecho de dar el uso de su cuerpo a muchos y de ponerle un precio no podría constituir un delito por sí mismo, ya que no hace daño a nadie4 . La profesión no surge, por tanto, directamente de la justicia. Con más motivo aún, no sabría privar a aquel o aquella que la ejerce de la protección de las leyes.
Sin embargo, por muy débil que pueda ser, la probabilidad de fecundación es punible, lo hemos dicho, a aquella que se exponga a traer al mundo un hijo sin padre, o, mejor dicho, ella la haría punible si la ley se prestara a la constatación de la paternidad. Punible igualmente es aquel que, sabiendo que está enfermo o pudiendo intuirlo, contagiara su mal a otros por un acto voluntario. Y esta regla se aplica igualmente a ambos sexos; no existe ninguna razón confesable para establecer en este punto una diferencia entre la que provee una satisfacción deseada y el que paga el servicio. Pero harían falta quejas y juicios. Prevenir el mal es siempre lo mejor, mientras pueda hacerse sin dar lugar a otro mal. Pero, prevenir por obligación es el peor mal, ya que significa la supresión de la libertad, que es jurídicamente el gran bien, el único bien. Ninguna argucia podría autorizar a la policía a privar de su libertad a las personas contra las cuales la policía no pudiera acreditar acusación legal alguna.
En fin, si no hay delito en el simple hecho de alquilar su cuerpo, no debe permitirse aprovecharse del cuerpo de una persona. Tan poderosas son las presunciones de coacción o de fraude en un contrato de este tipo. El objetivo, por cierto, es enorme: el que puede estar coaccionado por voluntad de otro a entregar su cuerpo al primero que pase sufre la peor de las esclavitudes, y no se podría asegurar la observación de tales acciones sin una solución, hipócrita o franca, a todos los medios crueles empleados para el mantenimiento de la esclavitud. La ley penal reprime por lo general tales actos, la opinión las toma por infames; la policía no podría, bajo ningún pretexto, tolerar, autorizar o fomentar infamias que son delito cuando se cometen fuera de su ámbito competencial.
No conviene insistir: los más ardientes partidarios de la policía de moralidad no intentan defenderla en nombre del derecho, sino que invocan un interés superior, hoy la salubridad pública, para aceptar las ordenanzas en las que reconocen la flagrante contradicción con las ideas que sirven de base a la legislación. Cuando las medidas que sostienen hayan hecho desaparecer la prostitución clandestina, cuya cifra es al menos diez veces mayor a lo autorizado, una vez que una estadística precisa haya demostrado que estas medidas preventivas alcanzan su meta ostensible y no constituyen por ellas mismas un peligro de infección, tal como se les acusa, habrá llegado la hora de examinar si la meta a alcanzar vale los sacrificios a ese precio en la que perseguimos. No es todavía seguro que el asunto no exija una reglamentación particular, que esta profesión no autorice precauciones más o menos derogatorias a la libertad de las personas que la ejercen: quizá, las verdaderas medidas a tomar chocarían extrañamente con nuestras normas y costumbres, pero no podría obstaculizarse bajo algún pretexto que sea que estas protejan el delito apoyando el comercio y alquiler de las mujeres, que entorpecen el retorno a una vida armoniosa y que autorizan a tachar de infame a quien sea, incluso las hijas del pueblo, sin juicio alguno y basándose en simples sospechas.
La división del trabajo ha hecho maravillas; la lucha emprendida contra la prostitución oficial evoca, con razón, la simpatía de la gente honesta; pero, en este ámbito, una reforma verdaderamente incisiva y fecunda nos parece casi imposible a no ser que se trate de una reforma más general, que eleve la personalidad jurídica de la mujer por encima de las contradicciones que le afectan. Es necesario examinar, a la luz del derecho matrimonial, los cerrojos y los candados del hogar privilegiado. No podremos comprender los acuerdos ilegales que fuerzan a nuestra hermana esclava a darse sin elección, sin precaución y sin límite, antes de haberles ofrecido dispositivos legales combinados para asegurar la impunidad del seductor incluso en el caso de que los agentes de los que este se ha servido, sean condenados por fraude o por violencia. Cuando captamos la consecuencia perfecta de este conjunto legislativo y nos damos cuenta del contraste entre su estilo y el de las leyes que rigen cualquier otra profesión; cuando vemos la declaración judicial negativa de paternidad en los mismos casos en los que esta no se había reconocido de hecho y no ofrecía ninguna duda: en pocas palabras, las consecuencias de un acto cometido entre dos sistemáticamente que recaen sobre el más débil de los agentes, la solicitud, la seducción, la mentira, la coacción moral, siempre indemnes; la confianza y el consentimiento, siempre castigados; se entiende que si la niña rica encuentra en su familia una costosa protección, la niña pobre es simplemente una fuente de disfrute, unas presa de caza agradable, de la que se asegura su conservación; y evaluando la justicia concluimos que está permitido esperar de una clase social que dicte las leyes de otra, de un sexo que redacte la ley del otro sexo y ambas desigualdades combinadas.
IV
Hoy en día, la primera de estas desigualdades ya no tiene ninguna base. El hombre del pueblo tiene el medio, si realmente lo desea, de obtener de su mandatario algo de protección para sus hijos y, generalmente, de mejorar las condiciones de su existencia. Es el interés de los padres lo que empuja a poner al alza la instrucción y que les abra la puerta al mundo laboral. Un gran número de mujeres no dejaría pasar la oportunidad de ascender algunos peldaños en la jerarquía, y cuando el público se haya acostumbrado a ver mujeres asumir responsabilidades y dar órdenes en oficios públicos, como ya hacen en numerosos comercios e instituciones particulares, la cuestión de sus derechos políticos se planteará naturalmente. En un futuro, podremos discutir esta cuestión seriamente y la solución dependerá del interés del partido dominante, así como del sexo masculino, interés que en un momento dado podrá mostrarse favorable al derecho de las mujeres. Este derecho, una vez organizado y una vez la mujer tenga voz, tendría los medios de obtener su condición privada de las reformas en el seno de una reciprocidad equitativa, reformas que la mujer ha esperado del señor hasta ahora en vano, o más bien de la inferioridad cultural, a la cual se la ha condenado, no le ha permitido aún apreciar la importancia y sentir la necesidad. Tal sería, o así nos lo parece, el probable camino del progreso, si el movimiento, perceptible desde hace mucho, que tiende a desplazar a la mujer del estado de cosa al de persona, debe llegar a su conclusión. Sin lugar a dudas, la justicia es fuerza, porque, según el proverbio de más allá de las montañas «todos aman a la justicia en la casa del vecino»; pero, cuando se trata de las relaciones de una clase social en posesión de la fuerza y segura de conservarla con una clase irremediablemente condenada a la inferioridad material, poco confiaríamos en la justicia en desacuerdo con el interés personal del señor.
Cuál es el interés del señor en el asunto, es la cuestión decisiva, la cuestión práctica; nosotros la habíamos reservado y el estudio exigiría más volúmenes y más páginas por redactar. Acortemos entonces, apartemos las inextricables dificultades que provoca la noción de interés, ubicándonos sucesivamente sobre dos puntos de vista:
Si el interés de un ser individual y el de una clase consisten en asegurar los medios de alcanzar los objetivos que persiguen en realidad o de conservar una postura que consideran privilegiada, diremos sin ninguna duda que el interés del sexo masculino es aquí el de seguir siendo el dueño del otro y el de no cambiar nada con respecto a las relaciones actuales. Ya sea que en calidad de esposo sea necesario comprar la compañía de la mujer mediante una cesión de bienes coronando y sancionando así, un enlace basado en la obediencia perpetua a sus órdenes y fidelidad exclusiva a su persona, sin ningún otro compromiso hacia ella que el de sufrir su presencia; ya sea amando, lo haga tanto gratis como a un precio debatido, el instrumento de sus alegrías, dejando a su carga cualquier resultado de su unión; o bien, bajo un pretexto cualquiera, la aprisione a fin de encontrar siempre al instante un medio poco costoso de calmar sus deseos; el sistema es completo, alterándolo no conseguiremos sino empeorarlo.
Pero, si la noción de interés se dirige hacia los objetivos que se propongan tan bien como a los medios para alcanzar un objetivo adoptado de antemano, o más bien si los objetivos particulares no son por sí mismos sino medios para un objetivo general, si el individuo puede concebir un estado superior a la condición que se le ha proporcionado, si consideramos el interés del sexo masculino en el futuro tan bien como en el presente, la cuestión cambia entonces radicalmente, el antagonismo de sexos ya no puede mantenerse sino de una manera artificial, se trata de examinar los efectos de la ley de las mujeres sobre el desarrollo físico, intelectual y moral de la humanidad por completo para determinar sus efectos sobre la condición del sexo masculino.
Bien, en primer lugar, pensando en las generaciones futuras, diremos que los niños sanos y robustos no salen con los riñones cansados; nos preguntaremos si la facilidad de disfrutar que se nos ofrece desde la adolescencia y que nuestras leyes tratan con tanto cuidado, no es algo dañino para quienes disponen de dicha facilidad, si no vamos más allá del objetivo y sí, en nuestro propio interés, no convendría hacer a la mujer algo soportable entre el servicio de uno solo y el servicio de todos.
En el mismo orden de ideas, nos parece que los niños, incluso los niños varones ―diríamos con mucho gusto que sobre todo los niños varones― se parecen a sus madres no solo por la constitución física y los rasgos, sino por la inteligencia y el carácter; nos parece también que a las madres se les atañe casi inevitablemente el cuidado de los primeros años y que la educación comienza en la cuna. No nos podemos impedir creer que una madre más instruida y más razonable criará mejor a hijos más dotados, que sus vicios ordinarios, el disimulo y la frivolidad son, al menos en parte, los efectos de su servidumbre y del mal que supone criarlos. El egoísmo de Chrysale nos parece propio de una mente muy limitada; todo lo que se intenta y lo que se trata de hacer para elevar, para agrandar el espíritu y el corazón de las mujeres nos parece en realidad para el beneficio de los niños, es decir, el de los hombres, y lejos de lamentar el encanto que perderían al realizar ejercicios más serios que el pianoforte, aspiraciones más altas que el encaje y el terciopelo, creemos sinceramente que al no moldearlas para nuestro uso exclusivo, nos darían un mejor servicio y que al no considerarlas como instrumentos de nuestros placeres, serían más agradables. Quizá se considerará que una chica pura está por encima de una cortesana, pero ¿hemos pensado en que habituando a una niña a ver en nuestro sexo el objeto y la razón de su existencia, cultivamos en ella el germen de la cortesana? Lejos de lamentar la competencia de la mujer en todas las carreras y de condenar la educación que la prepara, veríamos en este resurgir de su condición la promesa de un resurgir para nosotros mismos. Por lo demás, en ningún lugar se revela mejor que aquí la ilusión de la moral empírica: para comprender bien de qué valor sería la virtud, sería necesario ser ya virtuoso. Aquellos que, sensibles a la diferencia entre las satisfacciones del apetito que desea poseer y las del corazón apasionado que se da y se quiere destruir en su objetivo, saben que esta distancia se desvanece a su vez ante la distancia de la pasión que embriaga al amor que purifica y que glorifica, aquellos que han hallado en su grandeza y juventud, dulzura y orgullo, aquellos en quienes estas palabras pérdidas o mancilladas: el amor, la felicidad han conservado su sentido augusto. Ellos serán los únicos que comprenderán de qué importancia infinita sería para nuestro sexo que el sexo complementario pueda realizar y manifestar la fuerza intelectual y moral que en ella descansan, que se apagan y se corrompen ―tesoros sin los cuales el hombre no sería ni la mitad de hombre― y que solo la libertad puede descubrir. Sin duda, ya grande en la familia, la influencia de la mujer se hace notar en el Estado, pero es la mujer sin cultura y sin derecho la que sugiere una opinión sin responsabilidad sobre los asuntos de la República, es una mujer incesantemente coaccionada para criar y a la que hay que ignorar, que enseña a nuestros hijos la honestidad y el orgullo. La influencia actual de la mujer no es solo insuficiente, sino que también está viciada. Para dar la felicidad y la paz, de la que ella posee las fuentes, es necesario que la mujer se convierta en todo lo que ella es susceptible de convertirse; pero si ella puede o no, lo ignoramos, hemos hecho todo por ignorarla.
V
Esto nos conduce al punto del que partió nuestro estudio. La condición legal del sexo está en vías de transformación. Este movimiento es legítimo. Quienquiera que mida las etapas superadas de su esclavitud primitiva a su estado actual en las clases que escriben la ley, comprenderá que no hemos llegado al final y que nuestro régimen de derechos precarios y sin garantías, iguales a los nuestros en las sucesiones, desiguales en la familia e inexistente en el Estado, no es más que un compromiso sin lógica y sin futuro. Quienquiera que eche un vistazo a nuestras calzadas y aceras, nuestros tribunales, nuestros hospitales, nuestros comercios y nuestras viviendas se convencerá de que el compromiso funciona mal. Sin embargo, toda evolución tiende a un fin, pero ¿cuál es este fin? Lo ignoramos. No conocemos la diferencia natural entre ambos sexos, pero sí sabemos que es muy grande, sin llegar, sin embargo, al punto en el que la mujer no posea, potencialmente al menos, una individualidad moral y, por consecuente, una personalidad jurídica. Por tanto, la condición legal del sexo femenino podría fijarse justamente en su consentimiento formal y en su participación; hasta aquí vadearemos la injusticia. Fuera de ahí, es decir, fuera de la justicia, el reglamento de sus asuntos se hará siempre a su detrimento. Los legisladores, a lo largo de los siglos, han comprendido que la caridad bien ordenada comienza por uno mismo. Las niñas no tienen más que a su padre en el Consejo para velar por sus intereses; si la preferencia del padre son los niños, el caso de las niñas quedará aparentemente sin remedio. La minoría política no significa más que servidumbre, aquí camuflada, exhibida fuera.
Sin embargo, si el hombre, llegando a la inteligencia de su verdadera virtud, quisiera conceder derechos a su compañera ¿cuál debería ser el sello de esta legislación provisional? Nosotros repetimos que una ley realizada por un sexo con intención de hacer justicia al otro no debería fundarse en la diferencia que los une y los separa; no podría tenerse en cuenta con equidad esta diferencia en otras partes sino en una deliberación común, instituida por la base de la igualdad:
1º Porque la idea misma del derecho se sostiene hoy en día sobre la igualdad, sobre la paridad de personas;
2º Porque las diferencias no podrían estimarse de forma justa únicamente por el hombre.
3º Porque el observador más perspicaz y más imparcial no podría apreciar hoy ni la extensión ni la naturaleza exacta de estas diferencias disimuladas, exageradas, deformadas por una educación cuyo principio consiste en que la existencia de la mujer tenga como objetivo exclusivo el servicio de un señor deformado por sí mismo y degradado por el ejercicio de un poder ilegítimo.
Nuestra opinión personal en cuanto al sexo de las almas carece de autoridad, como cualquier otra opinión personal. Diremos, sin embargo, en pocas palabras, lo que nos parece: es prácticamente lo que cada uno cree saber.
De media, la inteligencia y el carácter de las mujeres nos parecen determinados por su papel en la perpetuación de la especie, función que necesariamente ocupa en su vida diaria un lugar bastante más considerable que en la nuestra. En la humanidad, la mujer, por tanto, representaría y produciría la continuidad; nosotros, el cambio y el ritmo; la mujer es la especie, el hombre el individuo; la mujer es la síntesis y la intuición, el hombre el análisis y el razonamiento; ella es la tradición, él, la invención, la crítica, el progreso; ella verá más justo y él, más lejos; ella tendrá el gusto y él, el genio. Siguiendo el orden natural de las cosas, él actúa, ella soporta; él propone, ella juzga; él adquiere, ella ahorra (y este trazo, si es correcto, permite entrever hasta donde llega el desorden en las existencias privadas y cuál debe ser la repercusión en la vida pública). Dedicada a los hijos, la mujer vive de los niños, siempre es joven, ya que la mujer vieja es un producto de la barbarie5 , también el amor del adolescente por la mujer madura, tan natural y a la vez tan peligroso en el cuadro de la moralidad, participa más que en cualquier otra amistad, considerando que una a semejantes. Pero no podría bastar a la mujer, que necesita admirar y servir. La mujer, que es la generalidad, se individualiza en su amor, mientras que, por el suyo, cuando es digno de padecer, un corazón viril, que se abre ante cualquier bondad, se sumerge de nuevo en la fuente de la humanidad. En resumen (los naturalistas me dirán si me equivoco), me parece que la mujer sea el tronco y nosotros las ramas; ésta posee potencialmente todas las riquezas de la humanidad de las que cada uno de nosotros debe poner en práctica en alguna parte. Muchas mujeres poseen un talento especial, nosotros así lo queremos, pero en cada mujer de talento se esconde un hombre. Asimismo, hay hombres universales, pero no son universales si en su corazón no se encuentra un corazón de mujer. La mujer es esencialmente conservadora, moderadora y bondadosa. Ella no posee esta lógica que nos hacer ir tan lejos utilizando una premisa y aceptando todas sus consecuencias, buenas o malas; la mujer tiene sentido común, mira a su alrededor y espera antes de ponerse en marcha. Ella inspira, no produce. Bajo el punto de vista de la producción, su inferioridad natural me parece innegable. La mala educación no lo explica todo, ya que sin esta inferioridad natural y sin el instinto de sumisión que la acompaña, nuestras hermanas habrían podido procurarse una educación mejor. La frase «lo que toda mujer quiere» tiene su parte de verdad, como cualquier otro refrán, pero lo que es igualmente cierto, salvo numerosas excepciones, es que la mujer no quiere mucho. Su fuerza creadora es débil; cómo explicar de otra manera, por ejemplo, que las damas, con toda su música, no contaran con al menos una compositora de tercera clase, y cómo es que un nuevo Anfión6 , que quiere caracterizar el estilo femenino en la poseía, debiera conformarse con Alfred de Musset. La educación no es la única responsable de ello.
El hombre será siempre entonces el más fuerte, y si no conserva por siempre su imperio exclusivo, del que ha abusado demasiado, acabará comprendiendo que su despotismo lo degrada a sí mismo y lo empobrece en todos los sentidos, de tal manera que ya no consigue liberarse y que necesita de su madre en su consejo.
Reclamamos el sufragio femenino para que la mujer obtenga al fin justicia. Esta ya se ha introducido en la administración, pero querríamos que tuviera un libre acceso a todos los peldaños de la jerarquía: ella combatiría un formalismo superficial, favorecería el orden y la economía, la gestión y los negocios se beneficiarían de su sentido común y de su bondad. Creemos firmemente que el advenimiento de la justicia en las relaciones de los sexos arrastraría verdaderas mejoras prácticas en casi todos los ámbitos, pero no creemos que todo cambiará bruscamente. El cambio no sería ni tan brusco ni tan aparente como imaginamos. Con toda probabilidad, el reconocimiento del derecho de las mujeres no las haría entrar al parlamento, a los tribunales u otros lugares, únicamente a una élite escasa. Los asuntos de importancia seguirían estando en nuestras manos, lo único que cambiaría sería el espíritu del gobierno. El derecho se antepondría a la fuerza, porque una vez llegado el final, limitándose ella misma, la fuerza habría sido verdaderamente la fuerza. Una vez el espíritu de la paz se haya hecho hueco en la vida pública, podríamos pensar seriamente en la paz entre naciones. Si la constitución del poder se formara acorde a la justicia, el espíritu de esta última tendría, al menos, alguna oportunidad de introducirse en el ejercicio del poder, que ya no tendería tan fatalmente a apoyarse en la supremacía de un partido sobre el aplastamiento de todos los demás. Pero la diferencia de los tipos de vida responde más o menos a la de las funciones naturales, y, en el futuro, esta responderá mejor aún, si nos movilizamos de una vez para conformar su conducta a las leyes de las que se adquiere el conocimiento, sin impedimento de corroborarlas por ordenanzas que no sirven sino para tergiversarlas. Pensamos, por tanto, que, bajo el régimen de la igualdad jurídica más completa, la gestión de los intereses públicos permanecería, por la mayor parte, entre las manos de nuestro sexo, mientras que la mujer, conforme a sus aptitudes, ejercería una influencia esencialmente moderadora en la evolución de la sociedad. Dicha influencia femenina ya se ejerce, en el fondo, quizá, en un sentido favorable, pero cuando esta se hace notar, parece más bien dañina, siendo la de una criatura inútil, moldeada por prejuicios y perfectamente ignorante de la justicia. Ignorancia, inutilidad y prejuicios son obra nuestra, pensémoslo, y sin los cuales, sigamos pensando, ella no podría soportar un solo día la existencia que nosotros le ofrecemos. El reconocimiento del derecho de la mujer no nos llevaría al fracaso; al ir creciendo, su acción se convertiría en algo sano y se limitaría pronto.
VI
No responderemos a las objeciones contra el derecho, la mayoría son frívolas. La igualdad en el matrimonio presenta por sí sola verdaderas dificultades; por tanto, no se trata de la igualdad en el matrimonio, sino la participación de los dos sexos en el establecimiento de la ley del matrimonio que reclamamos en nombre de la justicia. La cuestión de los derechos políticos de la esposa, o, mejor dicho, de los cónyuges, puede considerarse como un corolario de esta ley. En cuanto a la incompatibilidad entre la vida pública y los deberes de la mujer en general, no le prestaremos atención. Sin recordar el antagonismo que ya existe en un gran número entre los cuidados de la familia y las necesidades de la existencia material, basta con que observemos que la elegibilidad no conlleva la obligación de aceptar funciones públicas y que, salvo en algunas democracias microscópicas, esta obligación no existe en ningún sitio. Conviene menos todavía detenerse ante las simplezas dichas en los consejos sobre los inconvenientes de una unión. Las personas llamadas a reunirse por los votos de un cuerpo electoral numeroso (y de un cuerpo electoral dividido a mitad entre hombres y mujeres), habrían adquirido sin duda títulos cualquiera a la confianza de sus mandatarios, y por esta sola razón, ya no estarían en la edad donde se excitan vivas pasiones. Nos cuesta creer que la presencia de algunas damas en los asientos del Palacio Borbón hiciera disminuir la dignidad de la Asamblea. Permanecerían la desigualdad de los cargos y la obligación militar. Es algo seguro, pero no lo suficiente como para legitimar una sociedad de la que la mitad de sus miembros no tiene nada que decir sobre la determinación de su propio destino. Las mujeres también corren peligros que les son propios, y que, equitativamente, deberían estar compensados también por privilegios. Además, dichos peligros están inevitablemente ligados a la conservación de la especie, estos peligros son las normas; los de la guerra, el accidente y la excepcionalidad. La guerra es un mal cuya supresión debemos extender, y para conseguir este efecto, quizá no conviene del todo organizar todo en torno a la guerra. La introducción de las mujeres en el Estado sería un gran paso, según parece, en el sentido de la pacificación general. La mujer sufre la guerra indirecta y directamente de muchas formas, ella contribuye ya por su parte con los impuestos públicos. Sin hablar de las madres y las hermanas; podríamos decir que, por regla, cada soldado muerto condena a una chica a la soltería. Por si no fuera suficiente, podríamos imponer a la mujer, con los otros exentos, un impuesto especial de compensación; podríamos incluso, sin ofrecerle un puesto, exigir de ella un trabajo personal, ya que todo lo que se ha hecho hasta ahora por el servicio sanitario parece todavía deplorablemente insuficiente. En resumen, la razón hemos alegado no nos lleva a la conclusión.
No insistimos. Nuestro propósito no consistía en formular el derecho de la mujer, ni siquiera en los trazos más generales, la iniciativa en este tema nos parece que pertenece únicamente a una pareja. Nuestra tentativa es más modesta. Hemos querido recordar dos verdades muy simples, muy evidentes, que sabríamos rebatir directamente, pero de las que nos empeñamos en apartar la mirada. La primera es un principio, la segunda es un hecho:
El principio es: que una clase destituida de todo medio regular para ejercer una influencia sobre su propia condición jurídica, no es libre.
El hecho es: que los legisladores masculinos han controlado el destino del otro sexo en lo que ellos creían ser el interés del suyo.
Así, sean cuales sean los pretextos, las mitigaciones y las apariencias, la mujer continúa sin derechos en nuestras sociedades supuestamente libres.
La persona, en calidad de persona, es su propio fin. La cuestión entonces reside en saber si la mujer es una persona o si la mujer existe exclusivamente para nuestro provecho y nuestros placeres. En la primera alternativa, la mujer es, jurídicamente, su propio fin y, moralmente, ella no existe para nosotros más que nosotros para ella. Por consiguiente, la justicia reclama para ella una parte igual a la nuestra en la organización de la sociedad. [Recibido el 25 de marzo de 2017].
NOTAS
1 Véase sobre este líder y sobre la civilización de los basutos, en la que tomó la iniciativa, Mes souvenirs, por el misionero francés Casalis, París, Fischbacher.
2 Alfred Fouillée lo postula en su reciente obra, La Propriété sociale et la démocratie; pero no propone aportar remedio. Dice él: «A pesar de nuestras ideas igualitarias no hemos querido todavía que las mujeres tengan el derecho a votar y participar así en el poder político. Comprendemos que su incapacidad política es demasiado grande, que su libertad de juicio y de conciencia no es entera, que están siempre más o menos bajo la tutela de su marido o de la de su confesor, que no teniendo aún la verdadera capacidad sobre ellas mismas no pueden tener autoridad sobre otros. En otras palabras, cesamos de ser ingenuamente igualitarios cuando se trata de la igualdad de sexos diferentes». Cuando habla de la tutela del marido es una mera formulación, ya que, más adelante en su obra, el autor propone dar doble voto a los padres de familia. Las últimas palabras citadas muestran además que Fouillée no mencionó todas sus razones, ni quizás las más significativas. Este pasaje, único en el libro, nos parece abundante en confesiones significativas.
3 Las Mujeres que Matan y las Mujeres que Votan, p. 204.
4 Monseñor Bourquard, que se ha tomado la libertad de criticar en Annales de Philosophie chrétienne,este estudio, publicado primero en la Revue de Philosophie, rebate este punto diciendo que la prostitución es un gran pecado. Nosotros estamos lejos de rebatirle, pero la primera condición de la libertad civil es distinguir rigurosamente el delito del pecado.
5 Véase Vers d’un philosophe, de M. Guyan, p. 85.
6 Véase Revue nouvelle, 15 de octubre de 1884, p. 711.
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